/ miércoles 21 de julio de 2021

Autorretratos de hielo | La palabra de Darío

Pocas lenguas como la nuestra se han hecho tan maleables al pronunciar los destierros. Es más, nuestra gramática pareciera haber florecido a la sombra de un peregrinar que lo mismo se explica con los viajes de Colón, con las andanzas del Lazarillo de Tormes o entre las vivencias de un puertorriqueño en el Bronx.

Sea cual sea el país y la época de procedencia, el español es una casa de mil rostros donde lo mismo nos pertenecen los requiebros del bracero mexicano en los campos de California que los apellidos arrojados por el franquismo a las playas de Tampico. Sin romantizar nunca la dureza de ningún exilio, aceptémoslo desde las primeras líneas del día: somos ciudadanos de una sintaxis nutrida de desarraigos, y un poco sí que nos fascina reconocernos como los propietarios ocasionales de frases siempre abiertas a todos los caminos.

Ahora bien, alejado de los vocabularios de la calle natal, los nuevos contextos verbales del transterrado mudan su relación con el lenguaje. Al entrar en contacto con otros léxicos, el migrante hispánico en el Polo Norte se sabe dominado por un sentimiento de difícil explicación, a saber, el miedo a los olvidos de su propio idioma. Por ello, en todo momento buscará resguardar las locuciones nativas, y aún se permitirá una nueva conciencia sobre las expresiones que mejor lo identifican como hijo indudable de la Plaza de Armas. En el interior de su angustia frente a los extravíos lingüísticos —perder una palabra nos hace ciudadanos de un silencio insoportable—, y con una convicción sin sombra de sospecha, el expatriado aprenderá muy pronto a estar de otra manera en su lengua materna. En resumidas cuentas, el exiliado vive en permanente lucha por romper el cerco de los extraños diccionarios que lo asedian y que, como puede inferirse, nunca lo pronunciarán como Dios manda.

Todo esto, sin embargo, hubiese sido imposible pensarlo sin Darío… Oriundo del valle del Yumurí, en la ciudad de Matanzas, a hora y media de La Habana, durante nuestras bancas de veranos efímeros en el parque Jeanne-Mance me ha hablado muchas veces de su exilio de cuatro décadas en la isla de Montreal. Su memoria resulta distinta por cuanto sabe revivirla con términos inesperados: migrar es “arrebatarse” al destino, así lo dice, porque cambiar de sociedad es como escurrir el bulto a los determinismos; de hecho, refugiarse en un país distinto es burlarse de las fatalidades, es hacerse natural de las sorpresas, insiste siempre con ese acento que en los cubanos tiene color de danzón y ritmo de tarde alegre. Y cuánto la pronuncia, “arrebatarse”, a toda hora, en cada charla, a la menor provocación de algún suspiro: sí, en su rostro de jubilado inminente, en ese caminar de mulato sin prisas, enfundado en unos zapatos de suela fácil, para Darío cualquier ser humano es la consagración de una palabra, es el triunfo concentrado de todas nuestras vehemencias en un solo vocablo. En fin, mejor no filosofar tanto y seguir adelante…

Su historia de migrante sucedió más o menos así: nacido antes de la época revolucionaria, Darío fue niño en dos países distintos sin salir nunca de Cuba. Hijo de profesores universitarios, nunca sabría de dónde…, de dónde diablos le vino esta pasión por los deportes ecuestres. Y otra vez “se arrebata”, esa es su palabra fundamental y su estribillo, porque los caballos siempre le gustaron muchísimo, desde pequeño, cuando llegaban a su adolescencia las noticias de la guerra y también los nombres del Che Guevara, de Fidel Castro y de Camilo Cienfuegos. Más tarde dejaría la universidad para frecuentar las prácticas del equipo cubano de equitación, porque lo suyo era eso, él siempre lo supo: la destreza en el galope, las riendas, las jáquimas, los estribos, la velocidad frente al obstáculo, la ciencia de los trancos, dar cuerda al animal, aplicar sabidurías en el salto largo y también en el salto corto, la fusión perfecta entre jinete y cabalgadura, la coordinación impecable de un binomio que, para el buen conocedor, algo tiene de obra de arte y otro tanto de felicidad indescriptible.

Durante los años setenta caminó por todo el continente, e incluso entrenó en el Centro Deportivo Olímpico Mexicano. Lo mucho que llamaron su atención aquellas instalaciones, el hipódromo de las Américas, las pistas, los establos, el acento nacional en todas las miradas y la sobrepobladísima Ciudad de México. Ya de regreso en La Habana la conoció, a ella, a su mujer de hoy, también profesional de la equitación y nativa de la lengua francesa en la isla de Montreal. Fue un amor de “arrebato”, muy a lo Caribe —así lo explica—, y entonces acudieron a las cartas de quererse mucho en un mundo que aún las hacía posibles. Cuando Darío partió con veintisiete años a cuestas a una serie de torneos en la Unión Soviética, primero San Petersburgo, luego Kiev, también Volgogrado, por último Moscú, había tomado la decisión de no volver a casa. Sobre todo, por ella. A nadie se lo dijo, salvo a su madre, cuando su vuelo de regreso hizo escala en la ciudad de Lisboa. Tres meses vivió en un albergue de Cáritas, en Portugal, cerca del Cristo Rey, estación de metro Bento Gonçalves, impaciente de visados canadienses, sin dinero, hablando a diario por teléfono, con ella, pensando sin duda que el exilio es, entre tantas otras cosas, la despedida en voz baja de nuestros mejores amigos. Aterrizó en Montreal el 4 de abril de 1981 y sobrevivió desde entonces como instructor ecuestre.

Ya, ya cierro el círculo… Para Darío el centro de gravedad de su exilio está en esa palabra, “arrebatarse”. Comenzó a decirla cuando se fue de casa y hoy es su voz más universal, es el conjuro que resuelve todas las situaciones, el hambre cotidiana, la felicidad de sus nietos, la soledad de los ausentes, y etcétera. Y es, sobre todo, la expresión que lo mantiene vigente como hablante de una lengua que se ha hecho cotidiana en los sueños del regreso.

Pocas lenguas como la nuestra se han hecho tan maleables al pronunciar los destierros. Es más, nuestra gramática pareciera haber florecido a la sombra de un peregrinar que lo mismo se explica con los viajes de Colón, con las andanzas del Lazarillo de Tormes o entre las vivencias de un puertorriqueño en el Bronx.

Sea cual sea el país y la época de procedencia, el español es una casa de mil rostros donde lo mismo nos pertenecen los requiebros del bracero mexicano en los campos de California que los apellidos arrojados por el franquismo a las playas de Tampico. Sin romantizar nunca la dureza de ningún exilio, aceptémoslo desde las primeras líneas del día: somos ciudadanos de una sintaxis nutrida de desarraigos, y un poco sí que nos fascina reconocernos como los propietarios ocasionales de frases siempre abiertas a todos los caminos.

Ahora bien, alejado de los vocabularios de la calle natal, los nuevos contextos verbales del transterrado mudan su relación con el lenguaje. Al entrar en contacto con otros léxicos, el migrante hispánico en el Polo Norte se sabe dominado por un sentimiento de difícil explicación, a saber, el miedo a los olvidos de su propio idioma. Por ello, en todo momento buscará resguardar las locuciones nativas, y aún se permitirá una nueva conciencia sobre las expresiones que mejor lo identifican como hijo indudable de la Plaza de Armas. En el interior de su angustia frente a los extravíos lingüísticos —perder una palabra nos hace ciudadanos de un silencio insoportable—, y con una convicción sin sombra de sospecha, el expatriado aprenderá muy pronto a estar de otra manera en su lengua materna. En resumidas cuentas, el exiliado vive en permanente lucha por romper el cerco de los extraños diccionarios que lo asedian y que, como puede inferirse, nunca lo pronunciarán como Dios manda.

Todo esto, sin embargo, hubiese sido imposible pensarlo sin Darío… Oriundo del valle del Yumurí, en la ciudad de Matanzas, a hora y media de La Habana, durante nuestras bancas de veranos efímeros en el parque Jeanne-Mance me ha hablado muchas veces de su exilio de cuatro décadas en la isla de Montreal. Su memoria resulta distinta por cuanto sabe revivirla con términos inesperados: migrar es “arrebatarse” al destino, así lo dice, porque cambiar de sociedad es como escurrir el bulto a los determinismos; de hecho, refugiarse en un país distinto es burlarse de las fatalidades, es hacerse natural de las sorpresas, insiste siempre con ese acento que en los cubanos tiene color de danzón y ritmo de tarde alegre. Y cuánto la pronuncia, “arrebatarse”, a toda hora, en cada charla, a la menor provocación de algún suspiro: sí, en su rostro de jubilado inminente, en ese caminar de mulato sin prisas, enfundado en unos zapatos de suela fácil, para Darío cualquier ser humano es la consagración de una palabra, es el triunfo concentrado de todas nuestras vehemencias en un solo vocablo. En fin, mejor no filosofar tanto y seguir adelante…

Su historia de migrante sucedió más o menos así: nacido antes de la época revolucionaria, Darío fue niño en dos países distintos sin salir nunca de Cuba. Hijo de profesores universitarios, nunca sabría de dónde…, de dónde diablos le vino esta pasión por los deportes ecuestres. Y otra vez “se arrebata”, esa es su palabra fundamental y su estribillo, porque los caballos siempre le gustaron muchísimo, desde pequeño, cuando llegaban a su adolescencia las noticias de la guerra y también los nombres del Che Guevara, de Fidel Castro y de Camilo Cienfuegos. Más tarde dejaría la universidad para frecuentar las prácticas del equipo cubano de equitación, porque lo suyo era eso, él siempre lo supo: la destreza en el galope, las riendas, las jáquimas, los estribos, la velocidad frente al obstáculo, la ciencia de los trancos, dar cuerda al animal, aplicar sabidurías en el salto largo y también en el salto corto, la fusión perfecta entre jinete y cabalgadura, la coordinación impecable de un binomio que, para el buen conocedor, algo tiene de obra de arte y otro tanto de felicidad indescriptible.

Durante los años setenta caminó por todo el continente, e incluso entrenó en el Centro Deportivo Olímpico Mexicano. Lo mucho que llamaron su atención aquellas instalaciones, el hipódromo de las Américas, las pistas, los establos, el acento nacional en todas las miradas y la sobrepobladísima Ciudad de México. Ya de regreso en La Habana la conoció, a ella, a su mujer de hoy, también profesional de la equitación y nativa de la lengua francesa en la isla de Montreal. Fue un amor de “arrebato”, muy a lo Caribe —así lo explica—, y entonces acudieron a las cartas de quererse mucho en un mundo que aún las hacía posibles. Cuando Darío partió con veintisiete años a cuestas a una serie de torneos en la Unión Soviética, primero San Petersburgo, luego Kiev, también Volgogrado, por último Moscú, había tomado la decisión de no volver a casa. Sobre todo, por ella. A nadie se lo dijo, salvo a su madre, cuando su vuelo de regreso hizo escala en la ciudad de Lisboa. Tres meses vivió en un albergue de Cáritas, en Portugal, cerca del Cristo Rey, estación de metro Bento Gonçalves, impaciente de visados canadienses, sin dinero, hablando a diario por teléfono, con ella, pensando sin duda que el exilio es, entre tantas otras cosas, la despedida en voz baja de nuestros mejores amigos. Aterrizó en Montreal el 4 de abril de 1981 y sobrevivió desde entonces como instructor ecuestre.

Ya, ya cierro el círculo… Para Darío el centro de gravedad de su exilio está en esa palabra, “arrebatarse”. Comenzó a decirla cuando se fue de casa y hoy es su voz más universal, es el conjuro que resuelve todas las situaciones, el hambre cotidiana, la felicidad de sus nietos, la soledad de los ausentes, y etcétera. Y es, sobre todo, la expresión que lo mantiene vigente como hablante de una lengua que se ha hecho cotidiana en los sueños del regreso.