/ miércoles 17 de febrero de 2021

Autorretratos de hielo | Los reposos del café

Hubo una vez —y así es como Pérez Galdós nos lo decía— un personaje capaz de visitar diez cafeterías en un abrir y cerrar de ojos.

Allí, en las mesas de su extensísima novela “Fortunata y Jacinta”, aquel protagonista se mostraba experto en tintineos y buen calculador de sus propinas; era, además, especialista en amarguras ajenas, político ineficaz, tinterillo de peripecias legales y discretísimo impulsor de amores indebidos. No, no era una mala persona, explica el autor canario en descargo suyo, tan solo padecía el “mal de la palabra” …, y se llamaba Plácido Estupiñá.

A pesar de sus ironías y desatinos, tan amena figura nunca nos resultará inverosímil. De hecho, los párrafos de su continuo deambular nos aluden no solo desde los argumentos de un costumbrismo muy bien logrado; por sobre todas las cosas, su callejear refleja nuestra propia concepción de la “cafetería” como un espacio neutral, oasis donde los clasismos y las discriminaciones se desvanecen, donde claudican las arrogancias y las humildades, donde las jerarquías se desnudan de prejuicios y donde las opiniones —todas las opiniones— exhalan, por fin, un olor de fresca tolerancia. Invención y herencia de la Revolución Francesa, la imparcial sociabilidad que se respira en tales sitios incluso los ha convertido en escenarios de nuestras historias nacionales, de conjuras políticas tanto como de vanguardias literarias, pues todo es posible durante los reposos de una taza bien conversada, ¿no es cierto?

Cualquier ciudad de nuestra lengua posee un epicentro así, memorable de bullicios e inesperado de camaraderías. En Buenos Aires las llaman confiterías, y algunas de ellas, aún en funciones, arraigan profundo en el siglo XIX. Del otro lado de la Plata, Eduardo Galeano siguió hablando hasta su muerte de futbol y de la niñez natural de los poetas en las mesas del Café Brasileiro, sitio emblemático de Montevideo. De la cafetería del Lido Bar, vértice familiar de todas las humedades paraguayas, recuerdo a los mozos asuncenos bramando a dos voces las peticiones de los comensales; según supe, la administración recién había reinstalado aquellos gritos binarios ante las quejas recibidas tras la silenciosa modernización en el servicio. Por su parte, en el casco antiguo de la ciudad de Panamá las mesas más tardías del Café Coca-Cola, sobrepobladas de insomnes, suelen vivir acompañadas de una pantalla con telenovelas mexicanas de otra época.

El tema, por cotidiano, resulta fascinante… Al respecto, Ramón y Cajal explicaba, con su acento de navarro universal, que “el café es el lugar donde me siento más español que nunca”, sin duda porque en sus sillas era posible un Madrid mil veces distinto a toda hora. En Cartagena de Indias, el Café Ábaco es, al decir de los costeños, el “escuchadero” más entretenido de todas las bohemias de la ciudad amurallada. Y en la Ciudad de México hace mucho que el Café La Ópera, con el irreparable balazo de Pancho Villa en los plafones, envileció su vocación para convertirse en un incómodo carrusel de turistas; por cierto, mientras el apocalipsis lo impida, seguiré añorando el pasado colonial entre las brisas de La Parroquia, allá, sobre las mesas de Veracruz.

Del Tampico de otros años recupero los sitios del aire acondicionado que acompañaban nuestro paso por las edades. Había regiones soñadas, como el Café Piter y esa fuente de sodas donde los “banana splits” bastaban para entretener la inquietud de las infancias. Enseguida rescato las cafeterías arraigadas en los molletes adolescentes de Woolworth, o las extintas mesas de Sears donde los aromas del maní invitaban a ensayar la pubertad con opiniones sobre el origen de los nombres o la sabiduría de los jesuitas. En otros, como el Café Mundo, la primera juventud imitaba parrandas de hombre mayor, aunque, la verdad sea dicha, vivíamos muertos de miedo ante los rostros que allí recalaban desde los bares más peligrosos de la madrugada. Sobre todo añoro la Elite, ámbito donde el puerto modernizaba su vejez con murales de foto antigua, o, si se prefiere, donde el Golfo de México marchitaba la novedad gráfica de nuestras memorias; sí, echo en falta el escondite de conversaciones al alcance de todas las miradas, esa intimidad colectiva incapaz de olvidar a los ausentes que se fueron muriendo durante las discusiones sobre los ciclones venideros, las tristezas deportivas, los fraudes electorales, las gestas culinarias, las caries insoportables o los incendios en tintorerías que se llevaron para siempre nuestras mejores camisas... Y extraño, en fin, la certeza de una ciudad cuyo primer cuadro aplicaba horarios corridos a todas las afinidades.

En la isla de Montreal los cafés son remansos diferentes, aunque no por ello menos democráticos. Primero, son refugios cotidianos ante la frialdad de los termómetros; después, cada mesa es una liga de naciones, una especie de organismo políglota con clientes llegados de mil y un destierros distintos. Es más, si algo va dejando en claro la pandemia de nuestros días es que en tales sitios el Polo Norte cultivaba tratados de paz con todas las patrias imaginables. Sobre la calle Saint-Laurent, por ejemplo, los multiculturalismos del Second Cup, cerrados a cal y canto hasta nuevo aviso, han extraviado las sonrisas de mi amiga Camille, judía de Marruecos, aficionada a los capuchinos y siempre a punto de casarse con un catalán adicto al expreso sin azúcar. Del Café Brossard han desaparecido los jubilados de lengua portuguesa que, sobre las mesas de cualquier domingo, aventuraban tonadas de juventud perdida allá en Oporto. Y del cafetín Flocon —“flocon” por copo de nieve en el francés de tantos inviernos— evoco esa mesa, única y kilométrica, que a todos nos imponía la cordial cercanía de los desconocidos.

Porque tantas cosas hemos perdido, hoy sabemos que lo sabíamos en silencio, en Oporto desde Marruecos o en la calle Colón esquina con la isla de Montreal: una hora de café siempre representó algo más, quizás un singular reclamo de justicia social, o, tal vez, una hermandad momentánea hecha de palabras… O, por qué no, acaso la posibilidad de triunfar a diario sobre los destinos desacompañados de sueños.

Hubo una vez —y así es como Pérez Galdós nos lo decía— un personaje capaz de visitar diez cafeterías en un abrir y cerrar de ojos.

Allí, en las mesas de su extensísima novela “Fortunata y Jacinta”, aquel protagonista se mostraba experto en tintineos y buen calculador de sus propinas; era, además, especialista en amarguras ajenas, político ineficaz, tinterillo de peripecias legales y discretísimo impulsor de amores indebidos. No, no era una mala persona, explica el autor canario en descargo suyo, tan solo padecía el “mal de la palabra” …, y se llamaba Plácido Estupiñá.

A pesar de sus ironías y desatinos, tan amena figura nunca nos resultará inverosímil. De hecho, los párrafos de su continuo deambular nos aluden no solo desde los argumentos de un costumbrismo muy bien logrado; por sobre todas las cosas, su callejear refleja nuestra propia concepción de la “cafetería” como un espacio neutral, oasis donde los clasismos y las discriminaciones se desvanecen, donde claudican las arrogancias y las humildades, donde las jerarquías se desnudan de prejuicios y donde las opiniones —todas las opiniones— exhalan, por fin, un olor de fresca tolerancia. Invención y herencia de la Revolución Francesa, la imparcial sociabilidad que se respira en tales sitios incluso los ha convertido en escenarios de nuestras historias nacionales, de conjuras políticas tanto como de vanguardias literarias, pues todo es posible durante los reposos de una taza bien conversada, ¿no es cierto?

Cualquier ciudad de nuestra lengua posee un epicentro así, memorable de bullicios e inesperado de camaraderías. En Buenos Aires las llaman confiterías, y algunas de ellas, aún en funciones, arraigan profundo en el siglo XIX. Del otro lado de la Plata, Eduardo Galeano siguió hablando hasta su muerte de futbol y de la niñez natural de los poetas en las mesas del Café Brasileiro, sitio emblemático de Montevideo. De la cafetería del Lido Bar, vértice familiar de todas las humedades paraguayas, recuerdo a los mozos asuncenos bramando a dos voces las peticiones de los comensales; según supe, la administración recién había reinstalado aquellos gritos binarios ante las quejas recibidas tras la silenciosa modernización en el servicio. Por su parte, en el casco antiguo de la ciudad de Panamá las mesas más tardías del Café Coca-Cola, sobrepobladas de insomnes, suelen vivir acompañadas de una pantalla con telenovelas mexicanas de otra época.

El tema, por cotidiano, resulta fascinante… Al respecto, Ramón y Cajal explicaba, con su acento de navarro universal, que “el café es el lugar donde me siento más español que nunca”, sin duda porque en sus sillas era posible un Madrid mil veces distinto a toda hora. En Cartagena de Indias, el Café Ábaco es, al decir de los costeños, el “escuchadero” más entretenido de todas las bohemias de la ciudad amurallada. Y en la Ciudad de México hace mucho que el Café La Ópera, con el irreparable balazo de Pancho Villa en los plafones, envileció su vocación para convertirse en un incómodo carrusel de turistas; por cierto, mientras el apocalipsis lo impida, seguiré añorando el pasado colonial entre las brisas de La Parroquia, allá, sobre las mesas de Veracruz.

Del Tampico de otros años recupero los sitios del aire acondicionado que acompañaban nuestro paso por las edades. Había regiones soñadas, como el Café Piter y esa fuente de sodas donde los “banana splits” bastaban para entretener la inquietud de las infancias. Enseguida rescato las cafeterías arraigadas en los molletes adolescentes de Woolworth, o las extintas mesas de Sears donde los aromas del maní invitaban a ensayar la pubertad con opiniones sobre el origen de los nombres o la sabiduría de los jesuitas. En otros, como el Café Mundo, la primera juventud imitaba parrandas de hombre mayor, aunque, la verdad sea dicha, vivíamos muertos de miedo ante los rostros que allí recalaban desde los bares más peligrosos de la madrugada. Sobre todo añoro la Elite, ámbito donde el puerto modernizaba su vejez con murales de foto antigua, o, si se prefiere, donde el Golfo de México marchitaba la novedad gráfica de nuestras memorias; sí, echo en falta el escondite de conversaciones al alcance de todas las miradas, esa intimidad colectiva incapaz de olvidar a los ausentes que se fueron muriendo durante las discusiones sobre los ciclones venideros, las tristezas deportivas, los fraudes electorales, las gestas culinarias, las caries insoportables o los incendios en tintorerías que se llevaron para siempre nuestras mejores camisas... Y extraño, en fin, la certeza de una ciudad cuyo primer cuadro aplicaba horarios corridos a todas las afinidades.

En la isla de Montreal los cafés son remansos diferentes, aunque no por ello menos democráticos. Primero, son refugios cotidianos ante la frialdad de los termómetros; después, cada mesa es una liga de naciones, una especie de organismo políglota con clientes llegados de mil y un destierros distintos. Es más, si algo va dejando en claro la pandemia de nuestros días es que en tales sitios el Polo Norte cultivaba tratados de paz con todas las patrias imaginables. Sobre la calle Saint-Laurent, por ejemplo, los multiculturalismos del Second Cup, cerrados a cal y canto hasta nuevo aviso, han extraviado las sonrisas de mi amiga Camille, judía de Marruecos, aficionada a los capuchinos y siempre a punto de casarse con un catalán adicto al expreso sin azúcar. Del Café Brossard han desaparecido los jubilados de lengua portuguesa que, sobre las mesas de cualquier domingo, aventuraban tonadas de juventud perdida allá en Oporto. Y del cafetín Flocon —“flocon” por copo de nieve en el francés de tantos inviernos— evoco esa mesa, única y kilométrica, que a todos nos imponía la cordial cercanía de los desconocidos.

Porque tantas cosas hemos perdido, hoy sabemos que lo sabíamos en silencio, en Oporto desde Marruecos o en la calle Colón esquina con la isla de Montreal: una hora de café siempre representó algo más, quizás un singular reclamo de justicia social, o, tal vez, una hermandad momentánea hecha de palabras… O, por qué no, acaso la posibilidad de triunfar a diario sobre los destinos desacompañados de sueños.