/ miércoles 6 de enero de 2021

Autorretratos de hielo | Nuevas burocracias

Entre tantas alternativas para explicar las sociedades ajenas, la más elemental es tirar del hilo de sus servidores públicos. Quiérase o no, la ventanilla gubernamental representa uno de los códigos más lúcidos en la tarea de descifrar la “(in)humanidad” de aquellos mundos que, como el canadiense, conviven a diario con el destino del recién llegado.

Resulta tan azaroso ventilar trámites o descifrar papeleos entre los abismos de un idioma cuyas rutinas aún no nos contienen. Para entender el desafío, no basta trasponer en la memoria las tediosas aglomeraciones en las oficialías del Registro Civil, por ejemplo: si acaso fuera posible describir la experiencia, uno tendría que hablar de un continuo juego de serpientes y escaleras, pues cada diligencia realizada vive en la víspera lingüística de su descalificación. Al recordar, además, que “burocracia” es un galicismo pronunciado con oscuridad en todas las lenguas occidentales, mis primeros escarceos con funcionarios locales —en un tímido francés de cláusulas muy toscas— presagiaban farragosas antesalas; asimismo, en la inminencia de los oficinistas canadienses, sin duda profesionales de los acentos vertiginosos, mis reacciones de mexicano de puerto presentían ya su insuficiencia. Y, sin embargo, muchos kilómetros antes de mi llegada a la ciudad de Montreal las burocracias del invierno comenzaron a parecerme amables…, no sé, diríase que versadas en el arte de recuperar a los seres extraviados.

Con más de sesenta horas de Greyhound en el cuerpo, y ya muy cerca de la frontera con Quebec, el paisaje nocturno eran los pinos y cuánta nieve detrás de las ventanillas. Aferrado a los primeros asientos desde Nueva York, la línea punteada de la autopista permitía mi distracción entre los letreros de advertencia sobre una fauna imposible: alces, marmotas, zorros, caribús…, y en la penumbra motorizada del autobús fantaseaba con osos polares escapando de aquellos carteles tan variopintos. A ratos recordaba también los “gentíos de gente” —diría Juan Rulfo— que a diario cruzan la frontera entre Texas y Tamaulipas, y los trasladaba como sabiduría provechosa para entender los cruceros internacionales. En cuanto nos detuviéramos, pensé con gesto aventurero, entraría antes que nadie al puesto de migración, porque lo mío era otra cosa, señor oficial, ni turismo de ocasión ni jornada de placer, señor oficial, y enseguida explicaría la necesidad de sellar los papeles de mi llegada, la obligación de inscribirme en el censo de todas las preguntas por venir, y, por añadidura, el deber de matricularme en un frío para debutantes a diecisiete grados bajo cero al descender de la unidad.

Dos agentes en la puerta me derivaron de inmediato hacia un mostrador especial. Una oficial muy joven, apellido Loignon en la plaquita metálica sobre su abrigo azul marino, revisó los documentos e ingresó en una pantalla los códigos de mi visado. Sabía que yo estaba allí para comenzar a descubrir lo venidero, y sonrió al descubrir que la miraba como se mira hacia la belleza del otro lado del tiempo; sí, aquellos ojos de luz tranquila —color de otoño marrón allá por los rumbos del Chairel, o casi— parecían expertos en servir de refugio ante lo desconocido. Muy adentro de la crisálida de los uniformes, me sorprendió la evidencia de que ni ella ni ninguno de los otros oficiales del puesto de Blackpool portaba armas, como suelen hacerlo sus contrapartes americanas. Después vinieron muchas preguntas, todas ellas necesarias, aunque no por ello menos amables: sobre lo que dejaba atrás, sobre mi familia que pronto me alcanzaría, sobre la cantidad de efectivo que llevaba conmigo, sobre el conocimiento de mis obligaciones como ciudadano del hielo… Tantas cosas dijo y firmó sin exabruptos, la oficial Loignon de ojos amenos en aquella noche de marzo, y al final me pidió levantar la mano derecha, confirmar con voz propia todo lo dicho, y ser y estar en las palabras de cada una de mis respuestas.

Al día siguiente me presenté en los ministerios señalados. La inclemencia de los amaneceres tardíos hacía imposibles las multitudes en las aceras de los edificios públicos; la organización de los pasillos y de los flujos de gente parecía tomar en cuenta la temperatura exterior, y en mis jornadas iniciáticas incluso llegué a creer —sin metáforas de utilería ni simbolismos forzados— que por estos andurriales las oficinas gubernamentales también servirían de oasis durante los largos meses de la aguanieve en todas las calles. Y aunque nunca faltaban los empleados de respuestas vacías o de almas cansadas, lo que más picaba mi curiosidad era la gran carga de oralidad en las formalidades legales del migrante.

Por supuesto que de cada oficina salía desfondado de formularios. Poco a poco resolvía las cuestiones de la seguridad social, los servicios provinciales de salud, las instancias federales de protección a la infancia, el registro de mis hijas en las comisiones escolares, la actualización de los permisos de conducir y otros etcéteras de género parecido. Pero, insisto, resultaba fascinante la trascendencia del lenguaje hablado en un mundo tan diferente a los refranes del sol en la Plaza de Armas. Era como si cada uno de los visajes —perdón por este otro galicismo, culpa de todos estos años, supongo— del funcionario en turno se hubiera preparado para la buena fe de mis voces quebradas, como si se hubiera graduado en el oficio de las incomprensiones significantes. Quizás en los renglones más ocultos de los mostradores, ellos entendían la búsqueda verbal que nos define a todos los seres humanos, esto es, el ansia permanente de voces para nombrar la novedad de la vida o la evolución de los acasos.

Al salir de Tampico, al llegar a Montreal, tal vez siempre hayamos sido eso: razas gramaticales, biologías ortográficas, instintos que se reconocen en la necesidad —individual y común, irrepetible y siempre universal— de traducir el destino con nuestras propias palabras.

Entre tantas alternativas para explicar las sociedades ajenas, la más elemental es tirar del hilo de sus servidores públicos. Quiérase o no, la ventanilla gubernamental representa uno de los códigos más lúcidos en la tarea de descifrar la “(in)humanidad” de aquellos mundos que, como el canadiense, conviven a diario con el destino del recién llegado.

Resulta tan azaroso ventilar trámites o descifrar papeleos entre los abismos de un idioma cuyas rutinas aún no nos contienen. Para entender el desafío, no basta trasponer en la memoria las tediosas aglomeraciones en las oficialías del Registro Civil, por ejemplo: si acaso fuera posible describir la experiencia, uno tendría que hablar de un continuo juego de serpientes y escaleras, pues cada diligencia realizada vive en la víspera lingüística de su descalificación. Al recordar, además, que “burocracia” es un galicismo pronunciado con oscuridad en todas las lenguas occidentales, mis primeros escarceos con funcionarios locales —en un tímido francés de cláusulas muy toscas— presagiaban farragosas antesalas; asimismo, en la inminencia de los oficinistas canadienses, sin duda profesionales de los acentos vertiginosos, mis reacciones de mexicano de puerto presentían ya su insuficiencia. Y, sin embargo, muchos kilómetros antes de mi llegada a la ciudad de Montreal las burocracias del invierno comenzaron a parecerme amables…, no sé, diríase que versadas en el arte de recuperar a los seres extraviados.

Con más de sesenta horas de Greyhound en el cuerpo, y ya muy cerca de la frontera con Quebec, el paisaje nocturno eran los pinos y cuánta nieve detrás de las ventanillas. Aferrado a los primeros asientos desde Nueva York, la línea punteada de la autopista permitía mi distracción entre los letreros de advertencia sobre una fauna imposible: alces, marmotas, zorros, caribús…, y en la penumbra motorizada del autobús fantaseaba con osos polares escapando de aquellos carteles tan variopintos. A ratos recordaba también los “gentíos de gente” —diría Juan Rulfo— que a diario cruzan la frontera entre Texas y Tamaulipas, y los trasladaba como sabiduría provechosa para entender los cruceros internacionales. En cuanto nos detuviéramos, pensé con gesto aventurero, entraría antes que nadie al puesto de migración, porque lo mío era otra cosa, señor oficial, ni turismo de ocasión ni jornada de placer, señor oficial, y enseguida explicaría la necesidad de sellar los papeles de mi llegada, la obligación de inscribirme en el censo de todas las preguntas por venir, y, por añadidura, el deber de matricularme en un frío para debutantes a diecisiete grados bajo cero al descender de la unidad.

Dos agentes en la puerta me derivaron de inmediato hacia un mostrador especial. Una oficial muy joven, apellido Loignon en la plaquita metálica sobre su abrigo azul marino, revisó los documentos e ingresó en una pantalla los códigos de mi visado. Sabía que yo estaba allí para comenzar a descubrir lo venidero, y sonrió al descubrir que la miraba como se mira hacia la belleza del otro lado del tiempo; sí, aquellos ojos de luz tranquila —color de otoño marrón allá por los rumbos del Chairel, o casi— parecían expertos en servir de refugio ante lo desconocido. Muy adentro de la crisálida de los uniformes, me sorprendió la evidencia de que ni ella ni ninguno de los otros oficiales del puesto de Blackpool portaba armas, como suelen hacerlo sus contrapartes americanas. Después vinieron muchas preguntas, todas ellas necesarias, aunque no por ello menos amables: sobre lo que dejaba atrás, sobre mi familia que pronto me alcanzaría, sobre la cantidad de efectivo que llevaba conmigo, sobre el conocimiento de mis obligaciones como ciudadano del hielo… Tantas cosas dijo y firmó sin exabruptos, la oficial Loignon de ojos amenos en aquella noche de marzo, y al final me pidió levantar la mano derecha, confirmar con voz propia todo lo dicho, y ser y estar en las palabras de cada una de mis respuestas.

Al día siguiente me presenté en los ministerios señalados. La inclemencia de los amaneceres tardíos hacía imposibles las multitudes en las aceras de los edificios públicos; la organización de los pasillos y de los flujos de gente parecía tomar en cuenta la temperatura exterior, y en mis jornadas iniciáticas incluso llegué a creer —sin metáforas de utilería ni simbolismos forzados— que por estos andurriales las oficinas gubernamentales también servirían de oasis durante los largos meses de la aguanieve en todas las calles. Y aunque nunca faltaban los empleados de respuestas vacías o de almas cansadas, lo que más picaba mi curiosidad era la gran carga de oralidad en las formalidades legales del migrante.

Por supuesto que de cada oficina salía desfondado de formularios. Poco a poco resolvía las cuestiones de la seguridad social, los servicios provinciales de salud, las instancias federales de protección a la infancia, el registro de mis hijas en las comisiones escolares, la actualización de los permisos de conducir y otros etcéteras de género parecido. Pero, insisto, resultaba fascinante la trascendencia del lenguaje hablado en un mundo tan diferente a los refranes del sol en la Plaza de Armas. Era como si cada uno de los visajes —perdón por este otro galicismo, culpa de todos estos años, supongo— del funcionario en turno se hubiera preparado para la buena fe de mis voces quebradas, como si se hubiera graduado en el oficio de las incomprensiones significantes. Quizás en los renglones más ocultos de los mostradores, ellos entendían la búsqueda verbal que nos define a todos los seres humanos, esto es, el ansia permanente de voces para nombrar la novedad de la vida o la evolución de los acasos.

Al salir de Tampico, al llegar a Montreal, tal vez siempre hayamos sido eso: razas gramaticales, biologías ortográficas, instintos que se reconocen en la necesidad —individual y común, irrepetible y siempre universal— de traducir el destino con nuestras propias palabras.