/ miércoles 31 de marzo de 2021

Autorretratos de hielo | Sonrisas de abril

Entre tantos otros, dos textos resultan fundamentales para ilustrar la profundidad de nuestras carcajadas: “La sonrisa”, de Alfonso Reyes —por supuesto, primero un autor de andar por casa—, y “El humorismo”, de Luigi Pirandello —después, claro, un pensador de las bromas ajenas.

Al sonreír, dice Alfonso Reyes, nuestra condición biológica cede la palabra al dios crítico que también nos habita. En este mismo horizonte de reflexiones, la sonrisa del recién nacido representa su primera indisposición ante las lógicas del mundo, o, por qué no decirlo así: significa su alegre iniciación en los actos contestatarios, su feliz estreno en el ejercicio de las inconformidades. Por su parte, Pirandello explicaba que el verdadero humor es hijo de la razón más que del instinto, pues no es el cuerpo lo que ríe en nuestros rostros, ¡es el alma la que celebra lo escuchado! Con una mirada muy similar, otros eruditos de las chanzas —Freud o Baudelaire, Bergson o Erasmo, Cervantes o Jorge Ibargüengoitia— ayudan a concluir que la sonrisa es un momento de ruptura, ese instante donde la vida abre sus puertas a la posibilidad de construirse nuevas coherencias, nuevas voces y también nuevos autorretratos. Para probarlo, bastaría recordar las mil veces que una carcajada ha dado paso a la pregunta del “¿y por qué me río?”…; allí, en ese pequeño aspaviento verbal, el humor parece adquirir su gran potencia de lucidez.

En el mundo de la lengua francesa, las ciudades del primer día de abril inician siempre sus jornadas con el hábito de las bromas significantes. Con voces de primavera incipiente —y hasta donde la pandemia lo permita—, mañana mismo la isla de Montreal tendrá un horario hecho de sonrisas: las calles revivirán sus certámenes de ironías y sus rituales de sarcasmos, y cada palabra volverá a poseer un color de doble fondo, pues, lo sabemos, en el interior de lo dicho latirán nuestras deferencias lo mismo que nuestros reproches. Sí, las cortesías poseerán resabios de agudeza mientras las buenas maneras serán hermanas gemelas de los escarnios.

Ahora bien, tan singular juego verbal impone una regla mayor: mencionar que todo ha sido un “pez de abril” —un “poisson d’avril”, para decirlo en el original de su propia lengua—. Solo así la sangre nunca llegará a ningún río, las aguas volverán a su cauce más respetuoso y el destino será de nueva cuenta el mar conocido de nuestras tolerancias. Mucho, mucho antes del apocalipsis que recorremos, años hubo en que incluso se osaba colgar el dibujo clandestino de un pez en la espalda de algún colega o compañero de labor; más tarde, al descubrirlo en nuestros abrigos ya tan cansados de invierno, la burla invitaba a la revisión, pues en aquella figurita de trazos infantiles alguien les había declarado la guerra a nuestros apellidos.

A veces tan decembrinas como las guasas de los Santos Inocentes en cualquier esquina de la calle Colón, el primero de abril es un oasis de telegramas existenciales. En fechas así entran en pausa las rigideces de nuestros idiomas; es más, a pesar de la lluvia que se anuncia y de la terquedad acumulada por la nieve en los jardines públicos, mañana abrevaremos en la frescura de un humor que saciará nuestra sed de ser escuchados… El estudiante reprobará a su profesor con ojos de mucha seriedad, o el hermano menor le dirá al primogénito que todo ha sido culpa de la edad o de sus ofensas tan imperdonables, o el empleado del almacén se burlará con gentileza de nuestras distracciones de consumidores confusos, o por fin podremos decirle a nuestro vecino —el de los gatos eternos o el de los perros desatentos— que sus mascotas nunca están donde es debido, pues cuánto molestan esos descuidos mingitorios en la banqueta de nuestros domicilios.

Por lo demás, al recordar sus primeros recorridos por los hielos de Montreal, el migrante tampiqueño certificará que las carcajadas no poseen coordenadas universales. Quién lo dijera: de nuestras reacciones más amenas se desprende la singular certeza de que las bromas en la Plaza de Armas resultan insufribles en los distritos del Polo Norte, y viceversa. De hecho, en la historia universal de los transterrados, nunca ha de pasar mucho tiempo antes de comprender que el sentido del humor es tan específico —o tan intraducible— como el sentido del horror. Dicho en otras palabras, para el expatriado del Golfo de México, en sus tropiezos de recién llegado a las risotadas de otra lengua, muy pronto quedará en claro que al mudar de cielos es necesario también matricularse en las sonrisas de una cultura diferente.

Las traducciones literales de un chascarrillo nunca bastarán para integrar al desarraigado a la hilaridad de algún “pez de abril”. Es más, las experiencias y los aprendizajes, tan paulatinos como espontáneos, deben realizarse casi siempre en los espacios públicos, diríase que a la vista de los juicios sumarios. Y, porque la columna de hoy ya casi acaba y se impone dar algún botón de muestra, hablemos rápido de las salas de cine, cuando el mundo a nuestro alrededor explota feliz ante la silenciosa perplejidad de nuestros ceños fruncidos; si se prefiere mirar lo anterior desde el otro extremo de dicha perspectiva, allí, en esa misma butaca sin ecos, en esa misma película sin repercusiones, en ocasiones nosotros también hemos sido los únicos —extraños e inexplicables— en dar rienda suelta a nuestros alborotos.

Más tarde, quizás algunos años después, la buena suerte acaso nos permitirá mirarnos en el espejo callejero de algún mimo de rostro blanquísimo. En el silencio de la representación podremos regresar, por fin, a la comunidad de los esparcimientos y a la universalidad de los gracejos. Entonces, y solo entonces, en la isla de Montreal de sonrisas escondidas en Tampico, volveremos a pensar en aquella cita de Churchill, pues, qué duda cabe, en los ojos diferentes del migrante “una broma siempre ha sido algo tan serio”…

Entre tantos otros, dos textos resultan fundamentales para ilustrar la profundidad de nuestras carcajadas: “La sonrisa”, de Alfonso Reyes —por supuesto, primero un autor de andar por casa—, y “El humorismo”, de Luigi Pirandello —después, claro, un pensador de las bromas ajenas.

Al sonreír, dice Alfonso Reyes, nuestra condición biológica cede la palabra al dios crítico que también nos habita. En este mismo horizonte de reflexiones, la sonrisa del recién nacido representa su primera indisposición ante las lógicas del mundo, o, por qué no decirlo así: significa su alegre iniciación en los actos contestatarios, su feliz estreno en el ejercicio de las inconformidades. Por su parte, Pirandello explicaba que el verdadero humor es hijo de la razón más que del instinto, pues no es el cuerpo lo que ríe en nuestros rostros, ¡es el alma la que celebra lo escuchado! Con una mirada muy similar, otros eruditos de las chanzas —Freud o Baudelaire, Bergson o Erasmo, Cervantes o Jorge Ibargüengoitia— ayudan a concluir que la sonrisa es un momento de ruptura, ese instante donde la vida abre sus puertas a la posibilidad de construirse nuevas coherencias, nuevas voces y también nuevos autorretratos. Para probarlo, bastaría recordar las mil veces que una carcajada ha dado paso a la pregunta del “¿y por qué me río?”…; allí, en ese pequeño aspaviento verbal, el humor parece adquirir su gran potencia de lucidez.

En el mundo de la lengua francesa, las ciudades del primer día de abril inician siempre sus jornadas con el hábito de las bromas significantes. Con voces de primavera incipiente —y hasta donde la pandemia lo permita—, mañana mismo la isla de Montreal tendrá un horario hecho de sonrisas: las calles revivirán sus certámenes de ironías y sus rituales de sarcasmos, y cada palabra volverá a poseer un color de doble fondo, pues, lo sabemos, en el interior de lo dicho latirán nuestras deferencias lo mismo que nuestros reproches. Sí, las cortesías poseerán resabios de agudeza mientras las buenas maneras serán hermanas gemelas de los escarnios.

Ahora bien, tan singular juego verbal impone una regla mayor: mencionar que todo ha sido un “pez de abril” —un “poisson d’avril”, para decirlo en el original de su propia lengua—. Solo así la sangre nunca llegará a ningún río, las aguas volverán a su cauce más respetuoso y el destino será de nueva cuenta el mar conocido de nuestras tolerancias. Mucho, mucho antes del apocalipsis que recorremos, años hubo en que incluso se osaba colgar el dibujo clandestino de un pez en la espalda de algún colega o compañero de labor; más tarde, al descubrirlo en nuestros abrigos ya tan cansados de invierno, la burla invitaba a la revisión, pues en aquella figurita de trazos infantiles alguien les había declarado la guerra a nuestros apellidos.

A veces tan decembrinas como las guasas de los Santos Inocentes en cualquier esquina de la calle Colón, el primero de abril es un oasis de telegramas existenciales. En fechas así entran en pausa las rigideces de nuestros idiomas; es más, a pesar de la lluvia que se anuncia y de la terquedad acumulada por la nieve en los jardines públicos, mañana abrevaremos en la frescura de un humor que saciará nuestra sed de ser escuchados… El estudiante reprobará a su profesor con ojos de mucha seriedad, o el hermano menor le dirá al primogénito que todo ha sido culpa de la edad o de sus ofensas tan imperdonables, o el empleado del almacén se burlará con gentileza de nuestras distracciones de consumidores confusos, o por fin podremos decirle a nuestro vecino —el de los gatos eternos o el de los perros desatentos— que sus mascotas nunca están donde es debido, pues cuánto molestan esos descuidos mingitorios en la banqueta de nuestros domicilios.

Por lo demás, al recordar sus primeros recorridos por los hielos de Montreal, el migrante tampiqueño certificará que las carcajadas no poseen coordenadas universales. Quién lo dijera: de nuestras reacciones más amenas se desprende la singular certeza de que las bromas en la Plaza de Armas resultan insufribles en los distritos del Polo Norte, y viceversa. De hecho, en la historia universal de los transterrados, nunca ha de pasar mucho tiempo antes de comprender que el sentido del humor es tan específico —o tan intraducible— como el sentido del horror. Dicho en otras palabras, para el expatriado del Golfo de México, en sus tropiezos de recién llegado a las risotadas de otra lengua, muy pronto quedará en claro que al mudar de cielos es necesario también matricularse en las sonrisas de una cultura diferente.

Las traducciones literales de un chascarrillo nunca bastarán para integrar al desarraigado a la hilaridad de algún “pez de abril”. Es más, las experiencias y los aprendizajes, tan paulatinos como espontáneos, deben realizarse casi siempre en los espacios públicos, diríase que a la vista de los juicios sumarios. Y, porque la columna de hoy ya casi acaba y se impone dar algún botón de muestra, hablemos rápido de las salas de cine, cuando el mundo a nuestro alrededor explota feliz ante la silenciosa perplejidad de nuestros ceños fruncidos; si se prefiere mirar lo anterior desde el otro extremo de dicha perspectiva, allí, en esa misma butaca sin ecos, en esa misma película sin repercusiones, en ocasiones nosotros también hemos sido los únicos —extraños e inexplicables— en dar rienda suelta a nuestros alborotos.

Más tarde, quizás algunos años después, la buena suerte acaso nos permitirá mirarnos en el espejo callejero de algún mimo de rostro blanquísimo. En el silencio de la representación podremos regresar, por fin, a la comunidad de los esparcimientos y a la universalidad de los gracejos. Entonces, y solo entonces, en la isla de Montreal de sonrisas escondidas en Tampico, volveremos a pensar en aquella cita de Churchill, pues, qué duda cabe, en los ojos diferentes del migrante “una broma siempre ha sido algo tan serio”…