/ domingo 1 de mayo de 2022

El cumpleaños del perro | El tiempo y el cine

En el cine el tiempo no existe; se crea, se manipula. En la vida real no. Es lo contrario a Dorian Grey: Bogart no envejece ya más, ni Chaplin, ni Brando, ni Armendáriz, ni las dos Hepburn (Katherine y Audrey), porque el cine es la manera humana de la eternidad.

Vivimos en “largo plano secuencia”. Sin cortes, ni edición. Eso, tal vez, sea materia para el recuerdo, la memoria que es una especie de montaje metafísico.

¿A qué sabe el tiempo? Lo probamos a diario e ignoramos su sabor. El tiempo es carne de años, úlceras de planes, abstracción que se convierte en arrugas.

Mirar las cosas como suceden, sin quitarles siquiera una coma, es la manera en que el tiempo va escribiendo la vida. Las olas del mar son ecos de un mundo que nos contempla, Nos comunica que nada es eterno. Sólo el mar...

El poeta cubano Eliseo Diego escribió: "no poseyendo más / entre cielo y tierra que / mi memoria, que este tiempo; / decido hacer mi testamento. / Es este: / les dejo / el tiempo, todo el tiempo".

El tiempo es un testamento de pérdidas y ganancias. Herederos irremediables, (mal) gastamos el tiempo en vivir. ¿Es el vivir el enorme paréntesis de la muerte?

Abrir los ojos es el mayor homenaje de vida que alguien nos hace. Regresamos a la imagen, a la idea de la existencia. El ojo, aleph, mago de la luz, dicta la vida, matemático de las formas. El ojo abre y cierra universos, impide y multiplica la belleza. Aunque Buñuel, en el 29, cogió una navaja no para cortar sino para desgarrar la mirada en una mirada interior porque Buñuel es el ojo cortado, el cine en el cuerpo, la pantalla de piel.

Buñuel es belleza maldita, pudor de diablos, detritus vital. Las imágenes buñuelianas irritan, vivifican, hacen temblar la uva de vinos castos.

Para ver el cine de Buñuel no basta mirar: hay que padecer. La cámara se mueve y acá, el espectador, sufre de humanismo. Buñuel es hombre y artista; aún más: comprende al hombre porque es artista.

Buñuel es miedo y placer, encuentro y desencuentro.

El cine de Buñuel de tantas sombras está saturado de luz. Luz engañosa: silencio y batahola, espacio y sueño.

El mayor misterio del cine de Buñuel es el desdoblamiento, la clonación del interior del ser.

Un filme buñueliano es la contestación al dolor de sabernos finitos, intrascendentes después de todo.

Buñuel confirma a Eros en su prisión de aire metálico. El cine de Buñuel es pasión, daga en la yugular de la moral, ácido en la piel de la hipocresía.

Una película de Buñuel incomoda porque en ella hay, sin duda, arte. Y decir arte en un artista como Buñuel es decir transgresión, rabia, inconformidad de espíritu.

Buñuel prolongó (y prologó) a Cervantes y a Galdós en “Nazarín”/ 1958 y “Simón del desierto”/ 1964, otorgó la mayoría de edad al melodrama sicológico en Él/ 1952, nos dijo que el infierno no son los otros: es uno mismo.

Las mujeres buñuelianas rompen esquemas (Pedro/ “Los olvidados”: “Mamá, ¿por qué no me dio carne la otra noche?”), son absorbidas por los esquemas morales de la sociedad (Susana, Viridiana) y se desdoblan según la diatriba del hombre (Conchita/ Carole Bouquet y Angela Molina en “Ese oscuro objeto del deseo”/ 1977).

Buñuel sentó en el banquillo (¿de los acusados?) a Freud y lanzó preguntas certeras sobre el subconsciente, la moral y la sexualidad.

Buñuel surrealista, realista, artista le dio al cine mexicano una inteligencia que no ha vuelto a tener porque manipuló el tiempo fílmico con las manos de la irracionalidad que es decir la intuición indómita, insertada acaso en los vaivenes del caos, y el caos en el arte significa muchas de las veces el orden permitido.

Podrá haber universo sin espacio pero no sin tiempo (Borge dixit). En el cine el espacio/ la espacialidad se da en eso que Bergson llamó “conjuntos cerrados”, fuera del tiempo (la interiorización de un personaje, la elipsis narrativa); y para el efecto acudamos a lo explicado por Deleuze: “El vaso de agua es efectivamente un conjunto cerrado que encierra partes, el agua, el azúcar, quizá la cuchara: pero el todo no está ahí. El todo se crea, y no cesa de crearse en una u otra dimensión sin partes, como aquello que lleva al conjunto de un estado cualitativo a otro diferente, como el puro devenir sin interrupción que pasa por esos estados”. El todo (la narratología, el montaje) se “crea”, ¿dónde? En el tiempo.

El tiempo en el filme está constituido por un “conjunto de imágenes–movimiento; colección de líneas o figuras de luz; serie de bloques de espacio–tiempo” (Deleuze dixit). Aunque para ello hay que revisar las nociones de plano y montaje, porque si bien el plano como “la imagen–movimiento” que es, el tiempo deriva del montaje que liga una imagen–movimiento a otra”. Considerando que el encuadre fragua un cuadro y determina un fuera de campo, creando así un espacio, posteriormente el plano agregará una perspectiva temporal.

Por ejemplo, en la secuencia del inicio de “El Padrino”/ 1972, de Francis Ford Coppola, Vito (de espaldas al plano), conversa con Bonasera (de frente al plano) en imagen-movimiento; cuando cambia el encuadre, ahora Vito –de frente al plano– y Bonasera –de espalda al plano– se agrega una perspectiva temporal. O sea, el montaje opera sobre las imágenes–movimiento para desprender de ellas el todo, la idea, es decir, la “imagen del tiempo”. Y es que “la imagen no es originariamente algo que se ve, que se perciba o que se piense, sino más bien algo que se mueve, que está en perpetuo movimiento independientemente de una conciencia” (Álvarez Asiáin dixit). Porque en todo filme, como el propio universo, todo se va haciendo, construyendo, cambiando y durando mediante la puesta en escena, los planos y el montaje, respectivamente…

En el cine el tiempo no existe; se crea, se manipula. En la vida real no. Es lo contrario a Dorian Grey: Bogart no envejece ya más, ni Chaplin, ni Brando, ni Armendáriz, ni las dos Hepburn (Katherine y Audrey), porque el cine es la manera humana de la eternidad.

Vivimos en “largo plano secuencia”. Sin cortes, ni edición. Eso, tal vez, sea materia para el recuerdo, la memoria que es una especie de montaje metafísico.

¿A qué sabe el tiempo? Lo probamos a diario e ignoramos su sabor. El tiempo es carne de años, úlceras de planes, abstracción que se convierte en arrugas.

Mirar las cosas como suceden, sin quitarles siquiera una coma, es la manera en que el tiempo va escribiendo la vida. Las olas del mar son ecos de un mundo que nos contempla, Nos comunica que nada es eterno. Sólo el mar...

El poeta cubano Eliseo Diego escribió: "no poseyendo más / entre cielo y tierra que / mi memoria, que este tiempo; / decido hacer mi testamento. / Es este: / les dejo / el tiempo, todo el tiempo".

El tiempo es un testamento de pérdidas y ganancias. Herederos irremediables, (mal) gastamos el tiempo en vivir. ¿Es el vivir el enorme paréntesis de la muerte?

Abrir los ojos es el mayor homenaje de vida que alguien nos hace. Regresamos a la imagen, a la idea de la existencia. El ojo, aleph, mago de la luz, dicta la vida, matemático de las formas. El ojo abre y cierra universos, impide y multiplica la belleza. Aunque Buñuel, en el 29, cogió una navaja no para cortar sino para desgarrar la mirada en una mirada interior porque Buñuel es el ojo cortado, el cine en el cuerpo, la pantalla de piel.

Buñuel es belleza maldita, pudor de diablos, detritus vital. Las imágenes buñuelianas irritan, vivifican, hacen temblar la uva de vinos castos.

Para ver el cine de Buñuel no basta mirar: hay que padecer. La cámara se mueve y acá, el espectador, sufre de humanismo. Buñuel es hombre y artista; aún más: comprende al hombre porque es artista.

Buñuel es miedo y placer, encuentro y desencuentro.

El cine de Buñuel de tantas sombras está saturado de luz. Luz engañosa: silencio y batahola, espacio y sueño.

El mayor misterio del cine de Buñuel es el desdoblamiento, la clonación del interior del ser.

Un filme buñueliano es la contestación al dolor de sabernos finitos, intrascendentes después de todo.

Buñuel confirma a Eros en su prisión de aire metálico. El cine de Buñuel es pasión, daga en la yugular de la moral, ácido en la piel de la hipocresía.

Una película de Buñuel incomoda porque en ella hay, sin duda, arte. Y decir arte en un artista como Buñuel es decir transgresión, rabia, inconformidad de espíritu.

Buñuel prolongó (y prologó) a Cervantes y a Galdós en “Nazarín”/ 1958 y “Simón del desierto”/ 1964, otorgó la mayoría de edad al melodrama sicológico en Él/ 1952, nos dijo que el infierno no son los otros: es uno mismo.

Las mujeres buñuelianas rompen esquemas (Pedro/ “Los olvidados”: “Mamá, ¿por qué no me dio carne la otra noche?”), son absorbidas por los esquemas morales de la sociedad (Susana, Viridiana) y se desdoblan según la diatriba del hombre (Conchita/ Carole Bouquet y Angela Molina en “Ese oscuro objeto del deseo”/ 1977).

Buñuel sentó en el banquillo (¿de los acusados?) a Freud y lanzó preguntas certeras sobre el subconsciente, la moral y la sexualidad.

Buñuel surrealista, realista, artista le dio al cine mexicano una inteligencia que no ha vuelto a tener porque manipuló el tiempo fílmico con las manos de la irracionalidad que es decir la intuición indómita, insertada acaso en los vaivenes del caos, y el caos en el arte significa muchas de las veces el orden permitido.

Podrá haber universo sin espacio pero no sin tiempo (Borge dixit). En el cine el espacio/ la espacialidad se da en eso que Bergson llamó “conjuntos cerrados”, fuera del tiempo (la interiorización de un personaje, la elipsis narrativa); y para el efecto acudamos a lo explicado por Deleuze: “El vaso de agua es efectivamente un conjunto cerrado que encierra partes, el agua, el azúcar, quizá la cuchara: pero el todo no está ahí. El todo se crea, y no cesa de crearse en una u otra dimensión sin partes, como aquello que lleva al conjunto de un estado cualitativo a otro diferente, como el puro devenir sin interrupción que pasa por esos estados”. El todo (la narratología, el montaje) se “crea”, ¿dónde? En el tiempo.

El tiempo en el filme está constituido por un “conjunto de imágenes–movimiento; colección de líneas o figuras de luz; serie de bloques de espacio–tiempo” (Deleuze dixit). Aunque para ello hay que revisar las nociones de plano y montaje, porque si bien el plano como “la imagen–movimiento” que es, el tiempo deriva del montaje que liga una imagen–movimiento a otra”. Considerando que el encuadre fragua un cuadro y determina un fuera de campo, creando así un espacio, posteriormente el plano agregará una perspectiva temporal.

Por ejemplo, en la secuencia del inicio de “El Padrino”/ 1972, de Francis Ford Coppola, Vito (de espaldas al plano), conversa con Bonasera (de frente al plano) en imagen-movimiento; cuando cambia el encuadre, ahora Vito –de frente al plano– y Bonasera –de espalda al plano– se agrega una perspectiva temporal. O sea, el montaje opera sobre las imágenes–movimiento para desprender de ellas el todo, la idea, es decir, la “imagen del tiempo”. Y es que “la imagen no es originariamente algo que se ve, que se perciba o que se piense, sino más bien algo que se mueve, que está en perpetuo movimiento independientemente de una conciencia” (Álvarez Asiáin dixit). Porque en todo filme, como el propio universo, todo se va haciendo, construyendo, cambiando y durando mediante la puesta en escena, los planos y el montaje, respectivamente…