/ jueves 11 de junio de 2020

El otro gallo | El mercado, el hambre y el apego 

Porque todo lo que nos acontece siempre nos enseña algo... Recuerdo los domingos del mercado cuando era niña, ese día a propósito nunca desayunaba porque sabía que mi madre me llevaría y mientras ella eligiera lo que quería comprar, los oferentes me obsequiarían grandes trozos de jamón, de queso, pan y dulces, todo un manjar que no me lo perdía por nada.

El recorrido empezaba temprano, por lo cual ya a las ocho de la mañana debía estar bañada, peinada, sí, con la sombrilla en la cabeza, con mi vestido con crinolina debajo y sin olvidar mis chanclitas de color rosa de "pata de gallo" que a mi mamá le gustaba que me pusiera porque tenían una flor en medio cuyos pétalos se movían al compás de mis pasos.

Nuestro peregrinar por el inmenso mercado empezaba donde estaban las verduras, lugar que no me gustaba mucho pero que era paso obligado y aunque el pasillo era estrecho y la gente se amontonaba en determinados puestos, me gustaba caminar en el mercado siempre esperando ansiosa el momento de llegar hasta donde vendían el jamón y los dulces, sabores que saciaban mi hambre y regocijaban mi alma.

Terminadas las compras volvíamos a casa, yo con mi estómago casi a reventar y mi madre con ansias de cocinar.

Recuerdo que en una ocasión mi madre terminó pronto la comida y me sentó a la mesa, pero como había comido tanto en el mercado no quise probar bocado y mi mamá me preguntó la razón y tuve que confesarle que me había llenado de dulces y de grandes trozos de jamón que los oferentes me dieron mientras ella escogía lo que iba a comprar.

Me miró y me dijo que no debía ir con el estómago vacío otra vez al mercado porque comería lo que fuera para saciar mi hambre y después cuando ella me sirviera lo que realmente me nutriría ya no tendría apetito y hasta hartazgo sentiría...

Lo que a mí me ocurría los domingos de mercado cuando era niña es lo mismo que ocurre muchas veces con nuestras necesidades de afecto.

Cuando nuestro interior no está satisfecho con lo que somos creemos encontrar fuera lo que nos hace falta o lo que creemos que nos hace falta y es aquí que es tanta nuestra hambre que cualquier cosa que se nos ofrezca nos parecerá un manjar, cuando solo son pequeños trozos de un pastel que no nutre pero que colma por un instante nuestra hambre para después dejarnos más hambrientos.

Una palabra de afecto, una promesa, un halago, un beso o un abrazo si bien es cierto reconfortan, también es cierto que no tienen sentido alguno si no hay nada sincero detrás, pero cuando estamos hambrientos de afecto no nos percatamos de ello y basta cualquier gesto para que empecemos a crear en nuestra mente una historia que solo existe para nosotros y la cual crea una dependencia, un apego que es difícil de reconocer porque al hacerlo también reconocemos que somos mendigos de afecto y eso siempre duele.

Aprendí, no sin antes librar muchas batallas internas, que se precisa estar lleno y colmado de uno mismo para andar por la vida, para poder elegir sólo aquel afecto sincero que nos complemente y no que nos sacie porque ya estamos llenos.

Ahora, cuando voy al mercado, me acuerdo siempre de desayunar, y aunque vea aquellas cosas que en su momento consideré como manjares, simplemente paso de largo pues mi hambre ya está satisfecha.

Porque todo lo que nos acontece siempre nos enseña algo... Recuerdo los domingos del mercado cuando era niña, ese día a propósito nunca desayunaba porque sabía que mi madre me llevaría y mientras ella eligiera lo que quería comprar, los oferentes me obsequiarían grandes trozos de jamón, de queso, pan y dulces, todo un manjar que no me lo perdía por nada.

El recorrido empezaba temprano, por lo cual ya a las ocho de la mañana debía estar bañada, peinada, sí, con la sombrilla en la cabeza, con mi vestido con crinolina debajo y sin olvidar mis chanclitas de color rosa de "pata de gallo" que a mi mamá le gustaba que me pusiera porque tenían una flor en medio cuyos pétalos se movían al compás de mis pasos.

Nuestro peregrinar por el inmenso mercado empezaba donde estaban las verduras, lugar que no me gustaba mucho pero que era paso obligado y aunque el pasillo era estrecho y la gente se amontonaba en determinados puestos, me gustaba caminar en el mercado siempre esperando ansiosa el momento de llegar hasta donde vendían el jamón y los dulces, sabores que saciaban mi hambre y regocijaban mi alma.

Terminadas las compras volvíamos a casa, yo con mi estómago casi a reventar y mi madre con ansias de cocinar.

Recuerdo que en una ocasión mi madre terminó pronto la comida y me sentó a la mesa, pero como había comido tanto en el mercado no quise probar bocado y mi mamá me preguntó la razón y tuve que confesarle que me había llenado de dulces y de grandes trozos de jamón que los oferentes me dieron mientras ella escogía lo que iba a comprar.

Me miró y me dijo que no debía ir con el estómago vacío otra vez al mercado porque comería lo que fuera para saciar mi hambre y después cuando ella me sirviera lo que realmente me nutriría ya no tendría apetito y hasta hartazgo sentiría...

Lo que a mí me ocurría los domingos de mercado cuando era niña es lo mismo que ocurre muchas veces con nuestras necesidades de afecto.

Cuando nuestro interior no está satisfecho con lo que somos creemos encontrar fuera lo que nos hace falta o lo que creemos que nos hace falta y es aquí que es tanta nuestra hambre que cualquier cosa que se nos ofrezca nos parecerá un manjar, cuando solo son pequeños trozos de un pastel que no nutre pero que colma por un instante nuestra hambre para después dejarnos más hambrientos.

Una palabra de afecto, una promesa, un halago, un beso o un abrazo si bien es cierto reconfortan, también es cierto que no tienen sentido alguno si no hay nada sincero detrás, pero cuando estamos hambrientos de afecto no nos percatamos de ello y basta cualquier gesto para que empecemos a crear en nuestra mente una historia que solo existe para nosotros y la cual crea una dependencia, un apego que es difícil de reconocer porque al hacerlo también reconocemos que somos mendigos de afecto y eso siempre duele.

Aprendí, no sin antes librar muchas batallas internas, que se precisa estar lleno y colmado de uno mismo para andar por la vida, para poder elegir sólo aquel afecto sincero que nos complemente y no que nos sacie porque ya estamos llenos.

Ahora, cuando voy al mercado, me acuerdo siempre de desayunar, y aunque vea aquellas cosas que en su momento consideré como manjares, simplemente paso de largo pues mi hambre ya está satisfecha.