/ miércoles 9 de noviembre de 2022

Gobernanza y sostenibilidad | La palabra como motor de otros escenarios posibles

La palabra se levanta

de la página escrita.

La palabra,

labrada estalactita,

grabada columna,

una a una letra a letra.

El eco se congela

en la página pétrea.

Octavio Paz

Es el pensamiento el motor de toda acción; es el espíritu por el cual florecieron las culturas y por el que se detonaron los grandes movimientos bélicos, políticos, filosóficos y sociales. Ha forjado la identidad de los pueblos, ha erigido catedrales, ha iluminado cavernas y siglos. Ha incendiado revoluciones.

El espíritu del pensamiento ha iluminado a la humanidad entera. Pero es el lenguaje el vehículo por el que navega el pensamiento y por el cual se se desborda, se derrama; como agua que hidrata y como aceite que arde; como lava que se perpetúa en la palabra.

El pensamiento se derrama en el lenguaje y este se concentra en la palabra. Es, entonces la palabra, donde surgen otros mundos, otras criaturas, otras realidades. Es la palabra el oásis donde emergen las posibilidades de ser lo que no hemos podido ser y donde se comienza a fraguar lo que podemos ser; es donde se comienzan a demoler las fronteras –de toda índole–; es donde nacen simultáneamente la guerra y la libertad. O cómo dice Vargas Llosa, eso que nos hace “capaces de burlar las naturales limitaciones de nuestra condición, que nos condena a tener una sola vida, un solo destino, una sola circunstancia”.

Por eso las grandes bibliotecas son los santuarios del pensamiento, donde la palabra encarna las ideas que mueven y han movido al mundo. Pero en un mundo tan acelerado y adicto a la prisa, los filósofos y los comerciantes nos han hecho creer que la palabra –y el pensamiento–, están reservados a la sacralidad y solemnidad de la academia y que nada tienen que decirnos hoy. Por supuesto es un error.

La vorágine de un pragmatismo voraz ha generado la percepción de que las ideas pertenecen a una realidad diferente a la que vivimos. Pero debiéramos recordar que las batallas y los imperios no solo comienzan con la palabra, también se extinguen con la palabra, con las ideas, con la fuerza y la convicción de un ideal.

Ante el avasallante ruido de una cultura centrada en la acción, es necesario volver a la reflexión. Ante el caos de una cultura fanática de la imagen, es preciso un retorno a la palabra. Decía Marx que los filósofos se habían concentrado en entender el mundo, pero lo que hacía falta era transformarlo; hoy hay filósofos que afirman que lo que hace falta ahora es entender los cambios de nuestra época. Ante la automatización se requieren científicos que sigan desarrollando la inteligencia artificial, pero también hace falta sentido crítico y críticos que puedan cambiar el estado de lo que está podrido en las estructuras existentes. Paradójicamente, son las ideas lo que puede desembocar ambos torrentes.

La esencia, determina la existencia en todas las cosas, decía Sartre. Tenía razón. La esencia de los movimientos sociales, las revoluciones y la demolición de las tiranías, se esculpió en el monte, en las calles, en los calabozos, pero fluyó antes como idea. Es por eso tan importante dimensionar la importancia de la palabra y de las ideas en todos los pasillos de estos turbulentos tiempos donde los discursos parecen huecos y sin alma.

Lo que forjó a los grandes héroes de la historia no fueron discursos huecos, sino ideales que le dieron vida a su discurso. Ideales que legitimaron los grandes movimientos sociales y las aspiraciones de los pueblos. Hoy no necesitamos más discursos huecos. La sobredosis de demagogia está matando a las democracias de todo el mundo y asfixiando las esperanzas de los ciudadanos. Parece más fácil imaginar futuros postapocalípticos que futuros dignos y sostenibles.

Necesitamos aplicar mayores dosis de racionalidad al mundo, a la vida, a los poderes. Los parlamentos necesitan más razón y menos histrionismo. Más argumentos y menos circo. Como sociedad necesitamos una mayor demanda de libros y menor consumo de contenidos chatarra que cahogan el tiempo y el cerebro. Necesitamos más horas de lectura y menos horas en el calabozo de la red. Necesitamos vivir menos como zombies y más como humanos, recuperando lo humano de nuestra naturaleza, pero eso será posible, en la medida en la que podamos reencontrarnos con la palabra, con la reflexión y con el anhelo de un mundo más habitable que de sentido a todas nuestras acciones.

La palabra se levanta

de la página escrita.

La palabra,

labrada estalactita,

grabada columna,

una a una letra a letra.

El eco se congela

en la página pétrea.

Octavio Paz

Es el pensamiento el motor de toda acción; es el espíritu por el cual florecieron las culturas y por el que se detonaron los grandes movimientos bélicos, políticos, filosóficos y sociales. Ha forjado la identidad de los pueblos, ha erigido catedrales, ha iluminado cavernas y siglos. Ha incendiado revoluciones.

El espíritu del pensamiento ha iluminado a la humanidad entera. Pero es el lenguaje el vehículo por el que navega el pensamiento y por el cual se se desborda, se derrama; como agua que hidrata y como aceite que arde; como lava que se perpetúa en la palabra.

El pensamiento se derrama en el lenguaje y este se concentra en la palabra. Es, entonces la palabra, donde surgen otros mundos, otras criaturas, otras realidades. Es la palabra el oásis donde emergen las posibilidades de ser lo que no hemos podido ser y donde se comienza a fraguar lo que podemos ser; es donde se comienzan a demoler las fronteras –de toda índole–; es donde nacen simultáneamente la guerra y la libertad. O cómo dice Vargas Llosa, eso que nos hace “capaces de burlar las naturales limitaciones de nuestra condición, que nos condena a tener una sola vida, un solo destino, una sola circunstancia”.

Por eso las grandes bibliotecas son los santuarios del pensamiento, donde la palabra encarna las ideas que mueven y han movido al mundo. Pero en un mundo tan acelerado y adicto a la prisa, los filósofos y los comerciantes nos han hecho creer que la palabra –y el pensamiento–, están reservados a la sacralidad y solemnidad de la academia y que nada tienen que decirnos hoy. Por supuesto es un error.

La vorágine de un pragmatismo voraz ha generado la percepción de que las ideas pertenecen a una realidad diferente a la que vivimos. Pero debiéramos recordar que las batallas y los imperios no solo comienzan con la palabra, también se extinguen con la palabra, con las ideas, con la fuerza y la convicción de un ideal.

Ante el avasallante ruido de una cultura centrada en la acción, es necesario volver a la reflexión. Ante el caos de una cultura fanática de la imagen, es preciso un retorno a la palabra. Decía Marx que los filósofos se habían concentrado en entender el mundo, pero lo que hacía falta era transformarlo; hoy hay filósofos que afirman que lo que hace falta ahora es entender los cambios de nuestra época. Ante la automatización se requieren científicos que sigan desarrollando la inteligencia artificial, pero también hace falta sentido crítico y críticos que puedan cambiar el estado de lo que está podrido en las estructuras existentes. Paradójicamente, son las ideas lo que puede desembocar ambos torrentes.

La esencia, determina la existencia en todas las cosas, decía Sartre. Tenía razón. La esencia de los movimientos sociales, las revoluciones y la demolición de las tiranías, se esculpió en el monte, en las calles, en los calabozos, pero fluyó antes como idea. Es por eso tan importante dimensionar la importancia de la palabra y de las ideas en todos los pasillos de estos turbulentos tiempos donde los discursos parecen huecos y sin alma.

Lo que forjó a los grandes héroes de la historia no fueron discursos huecos, sino ideales que le dieron vida a su discurso. Ideales que legitimaron los grandes movimientos sociales y las aspiraciones de los pueblos. Hoy no necesitamos más discursos huecos. La sobredosis de demagogia está matando a las democracias de todo el mundo y asfixiando las esperanzas de los ciudadanos. Parece más fácil imaginar futuros postapocalípticos que futuros dignos y sostenibles.

Necesitamos aplicar mayores dosis de racionalidad al mundo, a la vida, a los poderes. Los parlamentos necesitan más razón y menos histrionismo. Más argumentos y menos circo. Como sociedad necesitamos una mayor demanda de libros y menor consumo de contenidos chatarra que cahogan el tiempo y el cerebro. Necesitamos más horas de lectura y menos horas en el calabozo de la red. Necesitamos vivir menos como zombies y más como humanos, recuperando lo humano de nuestra naturaleza, pero eso será posible, en la medida en la que podamos reencontrarnos con la palabra, con la reflexión y con el anhelo de un mundo más habitable que de sentido a todas nuestras acciones.

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