/ domingo 3 de marzo de 2024

La Carta Magna

Debería ser ocioso recordar las razones por las cuales hace más de 800 años el establecimiento de la Carta Magna en Inglaterra en 1215 se convirtió en un hito, pero al parecer no lo es, como dijera Bertolt Brecht: ¡Qué tiempos son estos en los que tenemos que defender lo obvio!

La relevancia histórica que como idea legendaria tuvo la Carta Magna, en el posterior desarrollo histórico del Estado y la democracia moderna descansa en el hecho de haber impuesto limitaciones por escrito a la autoridad real, consolidando la práctica del consenso como base de la legitimidad política, y la unidad jurídica establecida por una ley fundamental que rige tanto a gobernantes como a gobernados de la cual no se pueden sustraer invocando fuero o circunstancial especial. Desde luego, a lo largo de la historia la influencia del ejemplo emanado de la Carta Magna ha variado, el reflujo restaurador de los privilegios que se colocan por encima de cualquier regulación legal e institucional ha estado presente incluso hasta nuestros días, desde el absolutismo, el despotismo ilustrado, hasta las dictaduras y los gobiernos electos democráticamente con talante autoritario, la tentación de obrar por fuera de la ley ha sido recurrente.

El resurgimiento de las prerrogativas autoritarias durante el renacimiento a partir del redescubrimiento del derecho romano sació la necesidad de las monarquías de fundar legalmente la concentración del poder en una sola persona.

Fue así, que la máxima del famoso jurisconsulto romano Ulpiano: “La voluntad del príncipe tiene fuerza de ley”, se convirtió en el ideal de las monarquías constitucionales y de otras formas de gobierno que junto con la idea complementaria de que los reyes y los príncipes estaban libres de obligaciones legales, facilitó la anulación de los privilegios feudales pactados, derechos tradicionales y libertades privadas.

La revolución francesa barrió en gran medida la legitimidad de estas formas y prácticas de gobierno, lo que facilitó el ulterior surgimiento y consolidación de los Estados modernos sobre la base de una mayor participación ciudadana en la deliberación pública y el acotamiento del poder público. Es precisamente la institución de la ley, como el ámbito neutro entre gobernantes y gobernados, lo que funda el derecho de los particulares, como la autoridad de los entes públicos y por fuera de la cual solo existe el caos.

Lamentablemente a lo largo de la historia, la demagogia política ha hecho presa del derecho, culpándolo de los errores humanos, lo que ha tenido el efecto pedagógico de que grandes franjas de la sociedad romanticen, una etapa en donde la aplicación de la justicia quedaba al arbitrio del estado de ánimo con el que despertaba quien asumía el rol de juez.

Justo es este actuar arbitrario, lo que la experiencia mostró que hay que combatir con el establecimiento de instituciones fuertes, que nos preserven de los daños que puedan causar, acotando la discrecionalidad y poder de quienes se quieren colocar por fuera de la ley.

Debería ser ocioso recordar las razones por las cuales hace más de 800 años el establecimiento de la Carta Magna en Inglaterra en 1215 se convirtió en un hito, pero al parecer no lo es, como dijera Bertolt Brecht: ¡Qué tiempos son estos en los que tenemos que defender lo obvio!

La relevancia histórica que como idea legendaria tuvo la Carta Magna, en el posterior desarrollo histórico del Estado y la democracia moderna descansa en el hecho de haber impuesto limitaciones por escrito a la autoridad real, consolidando la práctica del consenso como base de la legitimidad política, y la unidad jurídica establecida por una ley fundamental que rige tanto a gobernantes como a gobernados de la cual no se pueden sustraer invocando fuero o circunstancial especial. Desde luego, a lo largo de la historia la influencia del ejemplo emanado de la Carta Magna ha variado, el reflujo restaurador de los privilegios que se colocan por encima de cualquier regulación legal e institucional ha estado presente incluso hasta nuestros días, desde el absolutismo, el despotismo ilustrado, hasta las dictaduras y los gobiernos electos democráticamente con talante autoritario, la tentación de obrar por fuera de la ley ha sido recurrente.

El resurgimiento de las prerrogativas autoritarias durante el renacimiento a partir del redescubrimiento del derecho romano sació la necesidad de las monarquías de fundar legalmente la concentración del poder en una sola persona.

Fue así, que la máxima del famoso jurisconsulto romano Ulpiano: “La voluntad del príncipe tiene fuerza de ley”, se convirtió en el ideal de las monarquías constitucionales y de otras formas de gobierno que junto con la idea complementaria de que los reyes y los príncipes estaban libres de obligaciones legales, facilitó la anulación de los privilegios feudales pactados, derechos tradicionales y libertades privadas.

La revolución francesa barrió en gran medida la legitimidad de estas formas y prácticas de gobierno, lo que facilitó el ulterior surgimiento y consolidación de los Estados modernos sobre la base de una mayor participación ciudadana en la deliberación pública y el acotamiento del poder público. Es precisamente la institución de la ley, como el ámbito neutro entre gobernantes y gobernados, lo que funda el derecho de los particulares, como la autoridad de los entes públicos y por fuera de la cual solo existe el caos.

Lamentablemente a lo largo de la historia, la demagogia política ha hecho presa del derecho, culpándolo de los errores humanos, lo que ha tenido el efecto pedagógico de que grandes franjas de la sociedad romanticen, una etapa en donde la aplicación de la justicia quedaba al arbitrio del estado de ánimo con el que despertaba quien asumía el rol de juez.

Justo es este actuar arbitrario, lo que la experiencia mostró que hay que combatir con el establecimiento de instituciones fuertes, que nos preserven de los daños que puedan causar, acotando la discrecionalidad y poder de quienes se quieren colocar por fuera de la ley.