/ miércoles 14 de abril de 2021

Autorretratos de hielo | De ríos y carteros infinitos

Paulatina, la isla de Montreal recupera el escenario fundamental de su identidad portuaria: el río Saint-Laurent. Sí, desde hace algunos días los deshielos convocan el espectáculo de grandes navíos y de pescadores aferrados a sus veleros de fantasía —eso parecen a la distancia: personajes de algún cuento marinero, de Joseph Conrad o de Gabo, según se prefiera—. A pesar de los témpanos tardíos, el aire trae la promesa de las miradas de trópico y de sílabas hechas de sol en el cielo de cualquier palabra.

El río como metáfora —¿del amor, de la edad, de la historia?…— nos acompaña desde que aprendimos a reinventar el destino en las geografías de la imaginación. Acaso porque su total descubrimiento fue siempre superior a nuestras fuerzas, decidimos conjeturarlo con vocablos de misterio, pues, si sus corrientes provocaban muertes inexplicables, también nos llegaban desde manantiales desconocidos. En la antigüedad clásica, los afluentes participaban de las empresas humanas, y podían extender los brazos, nombrarnos con sus léxicos de espuma, servir de cómplices o exhalar mil amenazas ante nuestras temeridades. Según se fuera o se volviera del infierno, para Dante estos caminos de agua representaban fatalidad o castigo, prevención o amparo, condena o desventura... Podríamos seguir, claro que sí, y recordar los torrentes más peruanos del Pachachaca, esos cuyos oleajes ofrecían sus modelos verbales a los personajes de “Los ríos profundos”, aquella novela de José María Arguedas donde, imposible ignorarlo en los días que corren, también domina una epidemia y mucha desesperanza.

Quiérase o no, los ríos comparten su personalidad con quien los frecuenta. Así, con facilidad nos presentimos místicos en la mención del Ganges, o bautismales entre las sílabas del Jordán, o enigmáticos desde el Nilo, o musicales y poéticos frente al Danubio. La pronunciación del Sena connota romanticismos, y, mientras el Amazonas nos define con sus máscaras de odisea, la evocación del Tajo provoca resonancias pastoriles; en este mismo renglón, si acaso el Paraná hace más sabios a sus moradores, la pronunciación del Mississippi impone una cédula de aventuras, muy a la Tom Sawyer, ¿no es cierto? El río Bravo —lo sabemos mejor que nadie— nos convierte en almas diestras en el arte de reconocer límites, pues su cauce no sólo nos revela los confines de lo que somos, sino que, por añadidura, nos informa sobre la cultura que nunca dejaremos de ser. Por su parte, para los nacidos en las aceras del Pánuco, sus bajantes nos han heredado una filiación de visitas inesperadas, pues los mástiles que lo recorren nutren con sus sorpresas nuestro paso por el mundo.

De la memoria del río Pánuco hoy resucito varias fascinaciones. Primero, recuerdo los sábados en la zona franca: junto a los hijos de los vecinos, y con muy poco dinero encima, cambiábamos veintes y tostones en barcos de acentos indescifrables; de nuestras tímidas infancias numismáticas recupero las monedas de la India, perforadas, ingrávidas, romboidales, casi de juguete. En un segundo momento, también significó un día feliz penetrar las pasarelas, mirar las escotillas y tocar los apagados cañones de un barco de guerra, inmenso, americano, imponente, tan alto como una fortaleza de mil pisos y tan imbatible como cualquier acorazado en las pantallas de Hollywood. Más de una década después tocó puerto la Marigalante, una carraca que se pretendía la hija más exacta de Cristóbal Colón, quizás por su condición de sorpresa elitista, su velamen se fue como había venido, sin provocar suspiros entre los aleccionados rostros ribereños de la Plaza de la Libertad.

Otro elemento más de la genética del asombro que el Pánuco inculca en el primer cuadro de la ciudad tiene que ver con un buque-biblioteca: el Doulos. Atracado en nuestras infancias, sobre la proa de aquel paquebote descubrimos que la lectura de un libro no sólo podía llevarnos a continentes inverosímiles, sino, también, llegarnos desde los mares más increíbles; en honor a la verdad, el día en que caminamos sobre la cubierta del Doulos nos presentimos los hijos más afortunados del Golfo de México. Hace apenas un par de años, según supe, el Logos Hope, de bandera noruega o alemana, repitió la experiencia, cuando sus entrepaños flotantes estuvieron surtos frente a la Aduana Marítima —como quien dice, fondearon con sus portadas en las ensoñaciones más innatas de la zona centro.

En contraparte, los muelles del Polo Norte tienen esencias diferentes, diríase que son simples extensiones del comercio transnacional en el paisaje de un invierno tan interminable. En tiempos anteriores a los rompehielos, la isla de Montreal solía ver en la llegada del primer barco del año la promesa de nuevas primaveras. Hoy en día, sin embargo, el temperamento del río Saint-Laurent no se integra a las sorpresas de nadie, y ni las quillas ni las esloras que lo visitan se ofrecen como paseos de ocasión para los inquilinos de sus litorales. Por lo demás, hay tanta vigilancia en el espectáculo imposible de sus babores, que la mitad de la población nativa mira hacia la lejanía de sus anclas con una indiferencia casi obligatoria. La otra mitad, migrantes de raíces diversas, siempre arriesgaremos un parpadeo en busca de alguna bandera que nos haga regresar a casa, y, porque nunca aprenderemos a traducir vocabularios náuticos —¿cómo se dirá carena en francés?...—, buscamos con avidez esas insignias para sentir que aún habitamos el río fundacional de nuestras lenguas maternas.

Frente a los atracaderos de un invierno de marismas tan diferentes, los migrantes entendemos que las ciudades cosmopolitas poseen ríos de piscologías mensajeras. Dicho de otro modo, para los hijos adoptivos del Polo Norte el cauce del Saint-Laurent es como un cartero que, muy de vez en vez, se arriesga a pronunciar las letras de nuestros recuerdos. Sí, es un río de anuncios posibles, un caudal de recados ocasionales, un reflujo de noticias que, a la menor provocación de la bandera mexicana, promueve la memoria de un sol tan diferente, en los muelles de Montreal, allá en el Pánuco...

Paulatina, la isla de Montreal recupera el escenario fundamental de su identidad portuaria: el río Saint-Laurent. Sí, desde hace algunos días los deshielos convocan el espectáculo de grandes navíos y de pescadores aferrados a sus veleros de fantasía —eso parecen a la distancia: personajes de algún cuento marinero, de Joseph Conrad o de Gabo, según se prefiera—. A pesar de los témpanos tardíos, el aire trae la promesa de las miradas de trópico y de sílabas hechas de sol en el cielo de cualquier palabra.

El río como metáfora —¿del amor, de la edad, de la historia?…— nos acompaña desde que aprendimos a reinventar el destino en las geografías de la imaginación. Acaso porque su total descubrimiento fue siempre superior a nuestras fuerzas, decidimos conjeturarlo con vocablos de misterio, pues, si sus corrientes provocaban muertes inexplicables, también nos llegaban desde manantiales desconocidos. En la antigüedad clásica, los afluentes participaban de las empresas humanas, y podían extender los brazos, nombrarnos con sus léxicos de espuma, servir de cómplices o exhalar mil amenazas ante nuestras temeridades. Según se fuera o se volviera del infierno, para Dante estos caminos de agua representaban fatalidad o castigo, prevención o amparo, condena o desventura... Podríamos seguir, claro que sí, y recordar los torrentes más peruanos del Pachachaca, esos cuyos oleajes ofrecían sus modelos verbales a los personajes de “Los ríos profundos”, aquella novela de José María Arguedas donde, imposible ignorarlo en los días que corren, también domina una epidemia y mucha desesperanza.

Quiérase o no, los ríos comparten su personalidad con quien los frecuenta. Así, con facilidad nos presentimos místicos en la mención del Ganges, o bautismales entre las sílabas del Jordán, o enigmáticos desde el Nilo, o musicales y poéticos frente al Danubio. La pronunciación del Sena connota romanticismos, y, mientras el Amazonas nos define con sus máscaras de odisea, la evocación del Tajo provoca resonancias pastoriles; en este mismo renglón, si acaso el Paraná hace más sabios a sus moradores, la pronunciación del Mississippi impone una cédula de aventuras, muy a la Tom Sawyer, ¿no es cierto? El río Bravo —lo sabemos mejor que nadie— nos convierte en almas diestras en el arte de reconocer límites, pues su cauce no sólo nos revela los confines de lo que somos, sino que, por añadidura, nos informa sobre la cultura que nunca dejaremos de ser. Por su parte, para los nacidos en las aceras del Pánuco, sus bajantes nos han heredado una filiación de visitas inesperadas, pues los mástiles que lo recorren nutren con sus sorpresas nuestro paso por el mundo.

De la memoria del río Pánuco hoy resucito varias fascinaciones. Primero, recuerdo los sábados en la zona franca: junto a los hijos de los vecinos, y con muy poco dinero encima, cambiábamos veintes y tostones en barcos de acentos indescifrables; de nuestras tímidas infancias numismáticas recupero las monedas de la India, perforadas, ingrávidas, romboidales, casi de juguete. En un segundo momento, también significó un día feliz penetrar las pasarelas, mirar las escotillas y tocar los apagados cañones de un barco de guerra, inmenso, americano, imponente, tan alto como una fortaleza de mil pisos y tan imbatible como cualquier acorazado en las pantallas de Hollywood. Más de una década después tocó puerto la Marigalante, una carraca que se pretendía la hija más exacta de Cristóbal Colón, quizás por su condición de sorpresa elitista, su velamen se fue como había venido, sin provocar suspiros entre los aleccionados rostros ribereños de la Plaza de la Libertad.

Otro elemento más de la genética del asombro que el Pánuco inculca en el primer cuadro de la ciudad tiene que ver con un buque-biblioteca: el Doulos. Atracado en nuestras infancias, sobre la proa de aquel paquebote descubrimos que la lectura de un libro no sólo podía llevarnos a continentes inverosímiles, sino, también, llegarnos desde los mares más increíbles; en honor a la verdad, el día en que caminamos sobre la cubierta del Doulos nos presentimos los hijos más afortunados del Golfo de México. Hace apenas un par de años, según supe, el Logos Hope, de bandera noruega o alemana, repitió la experiencia, cuando sus entrepaños flotantes estuvieron surtos frente a la Aduana Marítima —como quien dice, fondearon con sus portadas en las ensoñaciones más innatas de la zona centro.

En contraparte, los muelles del Polo Norte tienen esencias diferentes, diríase que son simples extensiones del comercio transnacional en el paisaje de un invierno tan interminable. En tiempos anteriores a los rompehielos, la isla de Montreal solía ver en la llegada del primer barco del año la promesa de nuevas primaveras. Hoy en día, sin embargo, el temperamento del río Saint-Laurent no se integra a las sorpresas de nadie, y ni las quillas ni las esloras que lo visitan se ofrecen como paseos de ocasión para los inquilinos de sus litorales. Por lo demás, hay tanta vigilancia en el espectáculo imposible de sus babores, que la mitad de la población nativa mira hacia la lejanía de sus anclas con una indiferencia casi obligatoria. La otra mitad, migrantes de raíces diversas, siempre arriesgaremos un parpadeo en busca de alguna bandera que nos haga regresar a casa, y, porque nunca aprenderemos a traducir vocabularios náuticos —¿cómo se dirá carena en francés?...—, buscamos con avidez esas insignias para sentir que aún habitamos el río fundacional de nuestras lenguas maternas.

Frente a los atracaderos de un invierno de marismas tan diferentes, los migrantes entendemos que las ciudades cosmopolitas poseen ríos de piscologías mensajeras. Dicho de otro modo, para los hijos adoptivos del Polo Norte el cauce del Saint-Laurent es como un cartero que, muy de vez en vez, se arriesga a pronunciar las letras de nuestros recuerdos. Sí, es un río de anuncios posibles, un caudal de recados ocasionales, un reflujo de noticias que, a la menor provocación de la bandera mexicana, promueve la memoria de un sol tan diferente, en los muelles de Montreal, allá en el Pánuco...