/ miércoles 20 de enero de 2021

Autorretratos de hielo | Edades y crucigramas

En los acentos cambiados de un país extranjero, el migrante tampiqueño suele vivir su reintegración profesional con una rapidez desordenada.

Diríase que su historia no tiene tiempo para descifrar las lógicas salariales. Así, mientras en Norteamérica un adolescente comienza por lavar platos durante algún verano ocasional, sirve cafés con propinas de buena juventud tres noches a la semana, o deja atrás la gloria —o el desencanto— del mundo estudiantil, el desarraigado del Golfo de México habrá sido el vértigo de todas esas edades en un solo golpe de voz. Al mudar de cielos y cambiar de abrigos, y entre empleos de irla pasando, seremos niños avejentados trabajando en bares “underground”, adolescentes añejos en la semana inglesa de algún restaurante local o adultos recién nacidos en la necesidad de mejorar el sueldo. Al final, superada la incredulidad de un primer invierno de más de siete meses bajo hielo, aprenderemos a reflejarnos en las frases de un currículum cuyas traducciones, dígase lo que se quiera, nunca se parecerán por completo a la lengua de nuestros sueños.

Al evocar los sudores de la calle Colón en la isla de Montreal, y urgido por la cuenta regresiva de los ahorros, sobre todo me dominaban los nervios lingüísticos. De hecho, entre pronunciaciones que no se correspondían con mi registro federal de causantes, a menudo imaginaba estrategias para disfrazar los acentos de trópico con dejes un poco más boreales. Acicateado por el estar siendo muchas edades en cada día de paga, recordé una infancia hecha de palabras: mis correteos en un periódico de otra década, los campanillazos de causar sorpresa en las máquinas Olivetti, Olympia o Underwood, la magia de las cintas bicolores detrás de los teclados, las cuartillas infinitas de papel estraza —propias, además, para envolver tortillas en los expendios del centro—, y, sobremanera, los kilómetros de párrafos salidos de los teletipos.

Era la calle Altamira, todavía, y eran mis sarpullidos en cada mes de agosto. Aunque se tratara de un pasatiempo, los anteojos rectangulares de aquel señor Espino poseían la solemnidad de los abuelos letrados; supongo que le molestaban los niños, al menos lo suficiente como para entretenerme con esos rollos de noticias viejas, algo así como pergaminos rescatados en un río de letras mayúsculas y de frases sin acentos. La regla mayor, en aquella forma inesperada de jugar al ajedrez con las palabras, era “puntearlos”, es decir, introducir suspiros o depositar comas y virgulillas allí donde las sintaxis necesitaran un poco de aire. Sobre todo, había que inscribir tildes y subrayar las verdaderas mayúsculas para desatascar la ortografía de los nombres propios o para solucionar la extrañeza de las esdrújulas: “sinónimo”, “didáctico”, “catecúmeno” …, y otras así. Entre pasatiempos de niño que se toma muy en serio los pecados gramaticales, interiorizaba la escritura como un talismán, pues nadie me regañó nunca con alguno de los proverbios que previenen el ocio —refranes del género “el tiempo perdido hasta los santos lo lloran”— al descubrirme abismado en aquellos papiros de fantasía.

La escritura como amuleto ante las incertidumbres lingüísticas… Y enseguida diseñé un escenario para terminar de llegar a los escritorios de Montreal: buscaría el crucigrama de alguna buena revista y la compraría dos veces durante varias semanas. La publicación sería de contenido serio, algo cultural, quizás temas históricos en inglés o cuestiones cinematográficas discutidas en la lengua de François Truffaut. Diccionario en mano, junto a mis nuevos amigos resolvería el crucigrama en la primera de ellas —guardando el secreto de mis afanes, por supuesto—. Una vez resuelto y memorizado, me presentaría en la sede diplomática del Ecuador donde solicitaban mecanógrafos en todas las lenguas posibles. Con los quince o veinte minutos de anticipación que exigen las buenas maneras, me sentaría tranquilo en los sillones de la recepción, sacaría el segundo ejemplar de la revista, y, frente a todo el mundo, resolvería el crucigrama aprendido. Que me vieran, así, concentrado en el papel, eso tenía que bastar para resolver mis inquietudes idiomáticas.

Me contrataron, además, porque el embajador había sido niño en Tegucigalpa, adolescente en la Ciudad de México y universitario en París. A su manera, don Pesantes —así aprendí a decirle con requiebros quiteños— era un migrante profesional, y en su estatura de dos metros de generosidad inalcanzable se evidenciaba un arlequín de tiempos y un carnaval de geografías. Hijo de canciller y además nieto de embajadores, y sin poder inscribirse nunca en los modelos sociales de una única ciudad nativa, como un exiliado más aquel hombre había aprendido a proyectarse en un autorretrato de raíces inquietas. Para colmo de bendiciones, leía como un salvaje a César Vallejo, y desde su caja torácica de centinela bonachón sabía depositar los versos más precisos en las circunstancias más idóneas; cuando algún informe a la cancillería se le caía de las ideas, por ejemplo, daba un gusto así de grande escuchar sus exabruptos juveniles: “quiero escribir, pero me sale espuma” …

“Que no me vaya sin llevar diciembres”, fue su reacción más tardía cuando, siempre a lo Vallejo, partió con su familia rumbo a Yakarta para concluir su carrera diplomática. Al dejar las escarchas de la ciudad, su despedida arrastraba la elocuencia de los inviernos comunes y de los destierros repetidos. El golpe de tristeza de aquel último día lo completó mi obsequio de un libro de crucigramas, de los que aún compramos en las terminales de autobuses: reciba usted, señor embajador, estos abismos cuadriculados donde las esperanzas confunden las profesiones mientras reinventan las edades —algo así decía la dedicatoria, acaso con otras palabras.

En los acentos cambiados de un país extranjero, el migrante tampiqueño suele vivir su reintegración profesional con una rapidez desordenada.

Diríase que su historia no tiene tiempo para descifrar las lógicas salariales. Así, mientras en Norteamérica un adolescente comienza por lavar platos durante algún verano ocasional, sirve cafés con propinas de buena juventud tres noches a la semana, o deja atrás la gloria —o el desencanto— del mundo estudiantil, el desarraigado del Golfo de México habrá sido el vértigo de todas esas edades en un solo golpe de voz. Al mudar de cielos y cambiar de abrigos, y entre empleos de irla pasando, seremos niños avejentados trabajando en bares “underground”, adolescentes añejos en la semana inglesa de algún restaurante local o adultos recién nacidos en la necesidad de mejorar el sueldo. Al final, superada la incredulidad de un primer invierno de más de siete meses bajo hielo, aprenderemos a reflejarnos en las frases de un currículum cuyas traducciones, dígase lo que se quiera, nunca se parecerán por completo a la lengua de nuestros sueños.

Al evocar los sudores de la calle Colón en la isla de Montreal, y urgido por la cuenta regresiva de los ahorros, sobre todo me dominaban los nervios lingüísticos. De hecho, entre pronunciaciones que no se correspondían con mi registro federal de causantes, a menudo imaginaba estrategias para disfrazar los acentos de trópico con dejes un poco más boreales. Acicateado por el estar siendo muchas edades en cada día de paga, recordé una infancia hecha de palabras: mis correteos en un periódico de otra década, los campanillazos de causar sorpresa en las máquinas Olivetti, Olympia o Underwood, la magia de las cintas bicolores detrás de los teclados, las cuartillas infinitas de papel estraza —propias, además, para envolver tortillas en los expendios del centro—, y, sobremanera, los kilómetros de párrafos salidos de los teletipos.

Era la calle Altamira, todavía, y eran mis sarpullidos en cada mes de agosto. Aunque se tratara de un pasatiempo, los anteojos rectangulares de aquel señor Espino poseían la solemnidad de los abuelos letrados; supongo que le molestaban los niños, al menos lo suficiente como para entretenerme con esos rollos de noticias viejas, algo así como pergaminos rescatados en un río de letras mayúsculas y de frases sin acentos. La regla mayor, en aquella forma inesperada de jugar al ajedrez con las palabras, era “puntearlos”, es decir, introducir suspiros o depositar comas y virgulillas allí donde las sintaxis necesitaran un poco de aire. Sobre todo, había que inscribir tildes y subrayar las verdaderas mayúsculas para desatascar la ortografía de los nombres propios o para solucionar la extrañeza de las esdrújulas: “sinónimo”, “didáctico”, “catecúmeno” …, y otras así. Entre pasatiempos de niño que se toma muy en serio los pecados gramaticales, interiorizaba la escritura como un talismán, pues nadie me regañó nunca con alguno de los proverbios que previenen el ocio —refranes del género “el tiempo perdido hasta los santos lo lloran”— al descubrirme abismado en aquellos papiros de fantasía.

La escritura como amuleto ante las incertidumbres lingüísticas… Y enseguida diseñé un escenario para terminar de llegar a los escritorios de Montreal: buscaría el crucigrama de alguna buena revista y la compraría dos veces durante varias semanas. La publicación sería de contenido serio, algo cultural, quizás temas históricos en inglés o cuestiones cinematográficas discutidas en la lengua de François Truffaut. Diccionario en mano, junto a mis nuevos amigos resolvería el crucigrama en la primera de ellas —guardando el secreto de mis afanes, por supuesto—. Una vez resuelto y memorizado, me presentaría en la sede diplomática del Ecuador donde solicitaban mecanógrafos en todas las lenguas posibles. Con los quince o veinte minutos de anticipación que exigen las buenas maneras, me sentaría tranquilo en los sillones de la recepción, sacaría el segundo ejemplar de la revista, y, frente a todo el mundo, resolvería el crucigrama aprendido. Que me vieran, así, concentrado en el papel, eso tenía que bastar para resolver mis inquietudes idiomáticas.

Me contrataron, además, porque el embajador había sido niño en Tegucigalpa, adolescente en la Ciudad de México y universitario en París. A su manera, don Pesantes —así aprendí a decirle con requiebros quiteños— era un migrante profesional, y en su estatura de dos metros de generosidad inalcanzable se evidenciaba un arlequín de tiempos y un carnaval de geografías. Hijo de canciller y además nieto de embajadores, y sin poder inscribirse nunca en los modelos sociales de una única ciudad nativa, como un exiliado más aquel hombre había aprendido a proyectarse en un autorretrato de raíces inquietas. Para colmo de bendiciones, leía como un salvaje a César Vallejo, y desde su caja torácica de centinela bonachón sabía depositar los versos más precisos en las circunstancias más idóneas; cuando algún informe a la cancillería se le caía de las ideas, por ejemplo, daba un gusto así de grande escuchar sus exabruptos juveniles: “quiero escribir, pero me sale espuma” …

“Que no me vaya sin llevar diciembres”, fue su reacción más tardía cuando, siempre a lo Vallejo, partió con su familia rumbo a Yakarta para concluir su carrera diplomática. Al dejar las escarchas de la ciudad, su despedida arrastraba la elocuencia de los inviernos comunes y de los destierros repetidos. El golpe de tristeza de aquel último día lo completó mi obsequio de un libro de crucigramas, de los que aún compramos en las terminales de autobuses: reciba usted, señor embajador, estos abismos cuadriculados donde las esperanzas confunden las profesiones mientras reinventan las edades —algo así decía la dedicatoria, acaso con otras palabras.