/ miércoles 5 de mayo de 2021

Autorretratos de hielo | El libro en el espejo

(I)

Anclados en las coordenadas de nuestro presente, nuestros libros de cabecera también se nutren de la ciudad que nos define en el Golfo de México.

Para un lector tampiqueño, transitar por Víctor Hugo implica deambular por un París que, muy a su manera, sabe impregnarse de los bulevares más sudorosos del río Pánuco; en este mismo sentido, el Tokio de Haruki Murakami, o el Nairobi de Karen Blixen, o el Tánger de Juan Goytisolo…, todos ellos nos hacen presentir que las tardes de Kenia, los amaneceres en Japón y las medias noches de Marruecos emanan un olorcillo emparentado con la Plaza de Armas cuando llueve. Por ello, aceptémoslo desde el primer párrafo: las aceras de cualquier mundo novelesco doblarán siempre en la esquina más instintiva de nuestros vagabundeos de trópico.

En cambio, cuando un autor extranjero ofrece rostro literario a lo tampiqueño —y siempre será extranjero quien pida explicaciones sobre la huapilla o el agua de jobito— sucede algo distinto. Entonces nos tallamos el alma y nos limpiamos los ojos antes de volver sobre las líneas precedentes para comprobar las sustancias de ficción recién adquiridas por el terruño. Allí, nuestra ciudad accede a una insólita mayoría de edad, a saber, aquella que la consagra como extensión de la fantasía. A la mitad de una novela o de un buen libro de memorias, una y otra vez la mirada confirmará que “Tampico” es un renglón que puede ser vivido, y presentido, y soñado, ¡y aun desmentido!, desde las mil nacionalidades de quienes algún día recorrerán las sílabas de la zona centro con sus propias traducciones.

En fin, entremos de una buena vez en materia. En los días previos a mi viaje hacia el Polo Norte, recuerdo haber descubierto el nombre de “Tampico” en aquella novela de Fernando del Paso, “Noticias del imperio” (1987). En sus capítulos descubrí héroes diferentes y generales históricos peleando a brazo partido en las riberas del Tamesí, muy allá, durante la invasión francesa del siglo XIX. Entre otras cosas, gracias a Fernando del Paso aprendí que las guerras patrióticas también servían para pronunciar a los tatarabuelos de la calle Colón defendiendo su centro del mundo contra los mamelucos de Napoleón III —ahora que lo pienso bien, tal vez aquellas reacciones mías puedan explicarse en la innata necesidad de sentirnos descendientes naturales de alguna epopeya; difícil saberlo…, mejor seguir adelante.

Ya como ciudadano adoptivo de la isla de Montreal, “Tampico” ha sido siempre un exabrupto literario celebrado con parpadeos de fuego de artificio. Al cambiar las mangas cortas por los autorretratos de hielo, los encuentros fortuitos con su toponimia me certifican, aún hoy, que las cervezas en el Oliveriu’s y las jornadas de amigos en el parque Méndez fueron ciertas, muy a pesar de los colores que la nostalgia pierde cuando se despinta. El acceso a tal evidencia, sin embargo, fue algo más bien paulatino, y, de hecho, comenzó en los titubeantes capítulos de “Tormento” (1884), aquella novela de Pérez Galdós cuyos personajes jamás trascendieron la ciudad de Matamoros: que se acercaran un poco más a la Laguna del Chairel, les suplicaba, atrévanse a la cuesta de Llera, los desafiaba en el silencio de mi lectura…; a pesar de la insistencia, los habitantes del relato no agregaron ni un solo kilómetro a la forma en que un libro puede transformarse en espejo de afinidades. Y algo similar me sucedió con Bruno Traven, aquel autor de nombres olvidadizos y de personalidades cambiantes que, como es sabido, habló de Tampico con sílabas oblicuas, es decir, sin nombrarnos a las claras entre los andurriales de “El tesoro de la Sierra Madre” (1927) —todo esto, por supuesto, conviene verificarlo, pues ahora mismo soy solo añoranza citada de memoria.

Recuerdo, después, a Jack London en “Our Adventures in Tampico”. Con un ojo muy desagradable por demasiado exótico —el exotismo es una glosa edulcorada de la discriminación, ¿verdad que sí?—, en 1914 el escritor americano habló de nuestra ciudad como de un refugio poblado por aventureros y atravesado de fiebres endémicas, muy a pesar de las imágenes venecianas que también desplegó para explicarnos. Ah, sí, y otro autor universal cuyas figuras sufren un accidente aéreo muy cerca del cerro del Bernal, es el suizo Max Frisch; para los tampiqueños expatriados, las primeras líneas del “Homo faber” (1957) coadyuvan en la evocación de los mosquitos en un relato diseñado en clave de azares y de amores tan lamentables. Y, porque el espacio de las mil palabras se me va de las manos en la columna del día, lo mejor es llegar “ipso facto” al ejemplo más inesperado de todos: “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” (1968), la obra mayor de P.K. Dick, sí, esa misma que sirvió de base para el rodaje del famosísimo “Blade Runner”, la cinta canónica de Ridley Scott y de Harrison Ford; allí, en una ficción devastada y postapocalíptica, entre androides enamorados y replicantes al acecho, el nombre de “Tampico” hace sospechar que, más allá de las hecatombes industriales y los desasosiegos radiactivos, nuestro puerto sobrevivirá siempre a todas las desesperanzas.

Por último, quizás la mención más bella tiene lugar en las cartas que Juan Rulfo escribió para Clara Aparicio. Escritas durante los años 40 y reunidas bajo el título de “Aire de las colinas”, durante una larga noche de insomnio en el Hotel Impala las sintaxis de la calle Díaz Mirón arroparon las tiernas soledades del escritor jalisciense. Cumpliendo tareas de funcionario migratorio —ironías aparte, por favor—, Rulfo leído desde las auroras boreales es capaz de actualizar las melancolías de lo congénito, acaso por su perenne condición de autor sobrepoblado de ausencias. Recorridas no sin cierto pudor, pues, al fin y al cabo, aquellas letras eran patrimonio exclusivo de los enamorados, en sus caligrafías reconocemos que, para quien quiere leer, o para quien se refugia en la escritura, y, sobre todo, para quien decide comprobar su pasado en el espejo de sus libros, resulta poco menos que imposible decir que se ha ido de casa para siempre.

(I)

Anclados en las coordenadas de nuestro presente, nuestros libros de cabecera también se nutren de la ciudad que nos define en el Golfo de México.

Para un lector tampiqueño, transitar por Víctor Hugo implica deambular por un París que, muy a su manera, sabe impregnarse de los bulevares más sudorosos del río Pánuco; en este mismo sentido, el Tokio de Haruki Murakami, o el Nairobi de Karen Blixen, o el Tánger de Juan Goytisolo…, todos ellos nos hacen presentir que las tardes de Kenia, los amaneceres en Japón y las medias noches de Marruecos emanan un olorcillo emparentado con la Plaza de Armas cuando llueve. Por ello, aceptémoslo desde el primer párrafo: las aceras de cualquier mundo novelesco doblarán siempre en la esquina más instintiva de nuestros vagabundeos de trópico.

En cambio, cuando un autor extranjero ofrece rostro literario a lo tampiqueño —y siempre será extranjero quien pida explicaciones sobre la huapilla o el agua de jobito— sucede algo distinto. Entonces nos tallamos el alma y nos limpiamos los ojos antes de volver sobre las líneas precedentes para comprobar las sustancias de ficción recién adquiridas por el terruño. Allí, nuestra ciudad accede a una insólita mayoría de edad, a saber, aquella que la consagra como extensión de la fantasía. A la mitad de una novela o de un buen libro de memorias, una y otra vez la mirada confirmará que “Tampico” es un renglón que puede ser vivido, y presentido, y soñado, ¡y aun desmentido!, desde las mil nacionalidades de quienes algún día recorrerán las sílabas de la zona centro con sus propias traducciones.

En fin, entremos de una buena vez en materia. En los días previos a mi viaje hacia el Polo Norte, recuerdo haber descubierto el nombre de “Tampico” en aquella novela de Fernando del Paso, “Noticias del imperio” (1987). En sus capítulos descubrí héroes diferentes y generales históricos peleando a brazo partido en las riberas del Tamesí, muy allá, durante la invasión francesa del siglo XIX. Entre otras cosas, gracias a Fernando del Paso aprendí que las guerras patrióticas también servían para pronunciar a los tatarabuelos de la calle Colón defendiendo su centro del mundo contra los mamelucos de Napoleón III —ahora que lo pienso bien, tal vez aquellas reacciones mías puedan explicarse en la innata necesidad de sentirnos descendientes naturales de alguna epopeya; difícil saberlo…, mejor seguir adelante.

Ya como ciudadano adoptivo de la isla de Montreal, “Tampico” ha sido siempre un exabrupto literario celebrado con parpadeos de fuego de artificio. Al cambiar las mangas cortas por los autorretratos de hielo, los encuentros fortuitos con su toponimia me certifican, aún hoy, que las cervezas en el Oliveriu’s y las jornadas de amigos en el parque Méndez fueron ciertas, muy a pesar de los colores que la nostalgia pierde cuando se despinta. El acceso a tal evidencia, sin embargo, fue algo más bien paulatino, y, de hecho, comenzó en los titubeantes capítulos de “Tormento” (1884), aquella novela de Pérez Galdós cuyos personajes jamás trascendieron la ciudad de Matamoros: que se acercaran un poco más a la Laguna del Chairel, les suplicaba, atrévanse a la cuesta de Llera, los desafiaba en el silencio de mi lectura…; a pesar de la insistencia, los habitantes del relato no agregaron ni un solo kilómetro a la forma en que un libro puede transformarse en espejo de afinidades. Y algo similar me sucedió con Bruno Traven, aquel autor de nombres olvidadizos y de personalidades cambiantes que, como es sabido, habló de Tampico con sílabas oblicuas, es decir, sin nombrarnos a las claras entre los andurriales de “El tesoro de la Sierra Madre” (1927) —todo esto, por supuesto, conviene verificarlo, pues ahora mismo soy solo añoranza citada de memoria.

Recuerdo, después, a Jack London en “Our Adventures in Tampico”. Con un ojo muy desagradable por demasiado exótico —el exotismo es una glosa edulcorada de la discriminación, ¿verdad que sí?—, en 1914 el escritor americano habló de nuestra ciudad como de un refugio poblado por aventureros y atravesado de fiebres endémicas, muy a pesar de las imágenes venecianas que también desplegó para explicarnos. Ah, sí, y otro autor universal cuyas figuras sufren un accidente aéreo muy cerca del cerro del Bernal, es el suizo Max Frisch; para los tampiqueños expatriados, las primeras líneas del “Homo faber” (1957) coadyuvan en la evocación de los mosquitos en un relato diseñado en clave de azares y de amores tan lamentables. Y, porque el espacio de las mil palabras se me va de las manos en la columna del día, lo mejor es llegar “ipso facto” al ejemplo más inesperado de todos: “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?” (1968), la obra mayor de P.K. Dick, sí, esa misma que sirvió de base para el rodaje del famosísimo “Blade Runner”, la cinta canónica de Ridley Scott y de Harrison Ford; allí, en una ficción devastada y postapocalíptica, entre androides enamorados y replicantes al acecho, el nombre de “Tampico” hace sospechar que, más allá de las hecatombes industriales y los desasosiegos radiactivos, nuestro puerto sobrevivirá siempre a todas las desesperanzas.

Por último, quizás la mención más bella tiene lugar en las cartas que Juan Rulfo escribió para Clara Aparicio. Escritas durante los años 40 y reunidas bajo el título de “Aire de las colinas”, durante una larga noche de insomnio en el Hotel Impala las sintaxis de la calle Díaz Mirón arroparon las tiernas soledades del escritor jalisciense. Cumpliendo tareas de funcionario migratorio —ironías aparte, por favor—, Rulfo leído desde las auroras boreales es capaz de actualizar las melancolías de lo congénito, acaso por su perenne condición de autor sobrepoblado de ausencias. Recorridas no sin cierto pudor, pues, al fin y al cabo, aquellas letras eran patrimonio exclusivo de los enamorados, en sus caligrafías reconocemos que, para quien quiere leer, o para quien se refugia en la escritura, y, sobre todo, para quien decide comprobar su pasado en el espejo de sus libros, resulta poco menos que imposible decir que se ha ido de casa para siempre.