/ miércoles 15 de junio de 2022

Autorretratos de hielo | Los buques y sus acentos

El migrante tampiqueño todo lo recuerda con los vocabularios del río Pánuco. Sabe de muelles y de remolcadores, pronuncia días como bitácoras, se avitualla en supermercados y agradece la brisa de las escolleras durante los veranos de meses interminables —aunque, la verdad de la verdad, mucho de esto necesita extraviarlo para terminar de entenderlo…

Y porque el trabajo me ha traído desde la isla de Montreal a Cartagena de Indias, en estos soles tan paralelos las calles colombianas vuelven a sudar como en Tampico. Los ciudadanos de a pie buscan refugio en lugares climatizados para triunfar sobre los sarpullidos, se sientan a mi lado en las mesas de la biblioteca Bartolomé Calvo, horario corrido, frescuras de artificio, puertas protectoras de canículas, vidrios a prueba de reverberaciones y entrepaños por fin sin resolanas. Poblada de murmullos estudiantiles, de tinterillos ociosos o de adolescentes fingiendo libros trascendentales, el recinto data de principios del siglo pasado, y esto alguna vez fue un banco, con sus mármoles antiguos y sus imponentes columnas, y el asunto tiene su encanto, ¿no es cierto?, las casas de bolsa transformadas en salas de lectura.

Nada como el pasaporte nacional, ¡viva México!, para deambular por América Latina, la patria grande, dicen los sentimentales, sin necesidad de visas ni de traducciones. Y en el sol de Cartagena de Indias uno se inscribe pronto en el lado sombra de las aceras, como en la calle Tamaulipas, y aunque la gente recorre la vida con otros nombres, aquí todo se parece a nuestros espejos: Miramar está en la playa de Bocagrande, el Golfo de México se ilustra con acentos caribes, y, por si fuera poco, las bancas donde Gabo solía dormir sus pobrezas —antes de convertirse en García Márquez, por supuesto— están en la Plaza de Armas tanto como en los jardines de la Plaza Bolívar. Y sí, mejor entrar en materia: los buques y sus acentos, cuando han dado las dos y he sentido necesidad de hacer una pausa, estirarme un poco, quizás tomar un café, un tinto amargo, comer algo, frutas de estación, arepas con queso, y luego volver al azar de los catálogos y de las estanterías y de los sillones de bejuco, muy huastecos, qué duda cabe.

Entonces la he visto, treinta y cinco años de edad, tal vez, uniforme deportivo y una gorra de la Armada de México. Teniente Jessica, nacida en Salina Cruz, Oaxaca, psicóloga del buque-escuela Cuauhtémoc, mucho gusto, para servirle, atracado desde hace días en los muelles de Cartagena; con saludos idénticos, intercambiamos viajes y comparamos desarraigos, y nos daba gusto proyectarnos, sabernos reflejados en nuestras dicciones. Llevaba un lustro embarcada, sabe usted, y aunque la duración de cada travesía es variable, estuve de acuerdo con ella en que nadie como la gente de mar para entender la hondura de los destierros: ya conoció Tenerife, bellísimas aquellas islas, y ha cruzado varias veces el Canal de Panamá, le ha gustado mucho Valparaíso, la bahía y sus ascensores, y no, el buque-escuela no tiene programado viajar a la isla de Montreal donde también arriban navíos de gran calado y donde a diario se dan cita los adioses y las bienvenidas —algo así debo haber dicho al confesarle mi condición de migrante en los puertos del Polo Norte, señorita.

Me habló enseguida de su trabajo con la tripulación y del acompañamiento psicológico que se brinda a los cadetes. Son tan jóvenes, no más de veinticuatro años de edad, casi todos oriundos de Veracruz, formados con mucha disciplina, y porque pronto regresarán a la libertad de su propio destino deben prepararse para las decisiones difíciles mientras la teniente Jessica me informaba, además, que en el Cuauhtémoc hay estudiantes de Mazatlán y que tres de ellos venían de la Escuela Náutica, ¡allá en Tampico!, y no lo puedo creer: tendría que venir al barco, señor, porque las puertas del navío están abiertas al público, vale la pena… ¿Tres habitantes del bulevar Perimetral al alcance de mis casualidades en América del Sur?, y al día siguiente he recortado mi jornada de bibliotecas para dirigirme a los atracaderos, del otro lado de las murallas de Cartagena, en el sudor cotidiano de las tres en punto de la tarde.

En el lugar dominaba ese olor a muelle que los hijos de la calle Colón reconocemos en un santiamén. Con un poco de salitre sobre la piel, entre la reverberación del oleaje descubrí cuatro veleros surtos en la bahía: el Cisne Branco de bandera brasileña, el Gloria de pabellón local, y, además, el Capitán Miranda de ciudadanía uruguaya, como podía deducirse del cantadito rioplatense de sus guardiamarinas cuando, por fin, subí las escalerillas para llegar a la cubierta y mirar los uniformes impecables del Cuauhtémoc. En el tumulto de visitantes he comenzado a preguntar por los estudiantes tampiqueños, y hoy tenían el día franco, ni modo, qué se le va a hacer, y porque comenzó a pringar —“comenzó a serenar”, dicen los colombianos, “comenzó a garuar”, dirían los uruguayos, ¿cómo dirán los brasileños?— tuve que descender al aula-comedor, sentarme en las mesas de madera maciza donde se imparten las ciencias del mar, aprovechar el tiempo y garabatear notas en mi cuadernillo para la columna de algún miércoles venidero.

Al desembarcar he concluido que cada uno de aquellos navíos era una balsa de pronunciaciones. ¿Cómo decirlo?: el buque-escuela Cuauhtémoc, el Gloria, el Capitán Miranda y el Cisne Branco eran como islas celosísimas de sus frases más congénitas, proas arrastrando sus entonaciones desde Montevideo, o desde Río de Janeiro, y además desde Tampico. Y he intuido, asimismo, que en todos los bergantines fondeados en Cartagena de Indias había un país extranjero que nunca dejará de deletrear las calles que lo definen, o, por qué no decirlo así, en todos los veleros de aquel martes había una playa que nunca se irá por completo de sus olas heredadas, a pesar de las distancias, y también más allá de los regresos.

En el lugar dominaba ese olor a muelle que los hijos de la calle Colón reconocemos en un santiamén. Con un poco de salitre sobre la piel, entre la reverberación del oleaje descubrí cuatro veleros surtos en la bahía.

El migrante tampiqueño todo lo recuerda con los vocabularios del río Pánuco. Sabe de muelles y de remolcadores, pronuncia días como bitácoras, se avitualla en supermercados y agradece la brisa de las escolleras durante los veranos de meses interminables —aunque, la verdad de la verdad, mucho de esto necesita extraviarlo para terminar de entenderlo…

Y porque el trabajo me ha traído desde la isla de Montreal a Cartagena de Indias, en estos soles tan paralelos las calles colombianas vuelven a sudar como en Tampico. Los ciudadanos de a pie buscan refugio en lugares climatizados para triunfar sobre los sarpullidos, se sientan a mi lado en las mesas de la biblioteca Bartolomé Calvo, horario corrido, frescuras de artificio, puertas protectoras de canículas, vidrios a prueba de reverberaciones y entrepaños por fin sin resolanas. Poblada de murmullos estudiantiles, de tinterillos ociosos o de adolescentes fingiendo libros trascendentales, el recinto data de principios del siglo pasado, y esto alguna vez fue un banco, con sus mármoles antiguos y sus imponentes columnas, y el asunto tiene su encanto, ¿no es cierto?, las casas de bolsa transformadas en salas de lectura.

Nada como el pasaporte nacional, ¡viva México!, para deambular por América Latina, la patria grande, dicen los sentimentales, sin necesidad de visas ni de traducciones. Y en el sol de Cartagena de Indias uno se inscribe pronto en el lado sombra de las aceras, como en la calle Tamaulipas, y aunque la gente recorre la vida con otros nombres, aquí todo se parece a nuestros espejos: Miramar está en la playa de Bocagrande, el Golfo de México se ilustra con acentos caribes, y, por si fuera poco, las bancas donde Gabo solía dormir sus pobrezas —antes de convertirse en García Márquez, por supuesto— están en la Plaza de Armas tanto como en los jardines de la Plaza Bolívar. Y sí, mejor entrar en materia: los buques y sus acentos, cuando han dado las dos y he sentido necesidad de hacer una pausa, estirarme un poco, quizás tomar un café, un tinto amargo, comer algo, frutas de estación, arepas con queso, y luego volver al azar de los catálogos y de las estanterías y de los sillones de bejuco, muy huastecos, qué duda cabe.

Entonces la he visto, treinta y cinco años de edad, tal vez, uniforme deportivo y una gorra de la Armada de México. Teniente Jessica, nacida en Salina Cruz, Oaxaca, psicóloga del buque-escuela Cuauhtémoc, mucho gusto, para servirle, atracado desde hace días en los muelles de Cartagena; con saludos idénticos, intercambiamos viajes y comparamos desarraigos, y nos daba gusto proyectarnos, sabernos reflejados en nuestras dicciones. Llevaba un lustro embarcada, sabe usted, y aunque la duración de cada travesía es variable, estuve de acuerdo con ella en que nadie como la gente de mar para entender la hondura de los destierros: ya conoció Tenerife, bellísimas aquellas islas, y ha cruzado varias veces el Canal de Panamá, le ha gustado mucho Valparaíso, la bahía y sus ascensores, y no, el buque-escuela no tiene programado viajar a la isla de Montreal donde también arriban navíos de gran calado y donde a diario se dan cita los adioses y las bienvenidas —algo así debo haber dicho al confesarle mi condición de migrante en los puertos del Polo Norte, señorita.

Me habló enseguida de su trabajo con la tripulación y del acompañamiento psicológico que se brinda a los cadetes. Son tan jóvenes, no más de veinticuatro años de edad, casi todos oriundos de Veracruz, formados con mucha disciplina, y porque pronto regresarán a la libertad de su propio destino deben prepararse para las decisiones difíciles mientras la teniente Jessica me informaba, además, que en el Cuauhtémoc hay estudiantes de Mazatlán y que tres de ellos venían de la Escuela Náutica, ¡allá en Tampico!, y no lo puedo creer: tendría que venir al barco, señor, porque las puertas del navío están abiertas al público, vale la pena… ¿Tres habitantes del bulevar Perimetral al alcance de mis casualidades en América del Sur?, y al día siguiente he recortado mi jornada de bibliotecas para dirigirme a los atracaderos, del otro lado de las murallas de Cartagena, en el sudor cotidiano de las tres en punto de la tarde.

En el lugar dominaba ese olor a muelle que los hijos de la calle Colón reconocemos en un santiamén. Con un poco de salitre sobre la piel, entre la reverberación del oleaje descubrí cuatro veleros surtos en la bahía: el Cisne Branco de bandera brasileña, el Gloria de pabellón local, y, además, el Capitán Miranda de ciudadanía uruguaya, como podía deducirse del cantadito rioplatense de sus guardiamarinas cuando, por fin, subí las escalerillas para llegar a la cubierta y mirar los uniformes impecables del Cuauhtémoc. En el tumulto de visitantes he comenzado a preguntar por los estudiantes tampiqueños, y hoy tenían el día franco, ni modo, qué se le va a hacer, y porque comenzó a pringar —“comenzó a serenar”, dicen los colombianos, “comenzó a garuar”, dirían los uruguayos, ¿cómo dirán los brasileños?— tuve que descender al aula-comedor, sentarme en las mesas de madera maciza donde se imparten las ciencias del mar, aprovechar el tiempo y garabatear notas en mi cuadernillo para la columna de algún miércoles venidero.

Al desembarcar he concluido que cada uno de aquellos navíos era una balsa de pronunciaciones. ¿Cómo decirlo?: el buque-escuela Cuauhtémoc, el Gloria, el Capitán Miranda y el Cisne Branco eran como islas celosísimas de sus frases más congénitas, proas arrastrando sus entonaciones desde Montevideo, o desde Río de Janeiro, y además desde Tampico. Y he intuido, asimismo, que en todos los bergantines fondeados en Cartagena de Indias había un país extranjero que nunca dejará de deletrear las calles que lo definen, o, por qué no decirlo así, en todos los veleros de aquel martes había una playa que nunca se irá por completo de sus olas heredadas, a pesar de las distancias, y también más allá de los regresos.

En el lugar dominaba ese olor a muelle que los hijos de la calle Colón reconocemos en un santiamén. Con un poco de salitre sobre la piel, entre la reverberación del oleaje descubrí cuatro veleros surtos en la bahía.