/ miércoles 13 de octubre de 2021

Autorretratos de hielo | Los dos viajes de Teresita

Para los que nos negamos al automóvil, la cosa sucede siempre así, o más o menos, cuando viajamos a otras ciudades...

Uno debe inscribirse en los portales del coche compartido. Resulta tan económico, nada que ver con los precios del tren o con las tarifas del ómnibus. De hecho, en las carreteras del Polo Norte son pocos los carros vacíos —entretiene mucho contarlos bajo la nieve—, porque las autopistas nos han enseñado a conjugar caminos, esto es, a no desperdiciar asientos en los vehículos rumbo a Ottawa, donde vive mi hermana, o hacia la ciudad de Quebec, por cosas del trabajo, y así es como voy y vuelvo de Toronto donde residen otros embajadores de la república del parque Méndez. También, hay un poco de redención ecológica al abordar un auto ajeno en el que podremos escuchar algo de música, tal vez dormitar un poco, charlar con otros pasajeros o diluir el alma entre los bosques del otro lado de las ventanillas.

Tienen su encanto los tonos del ocre a la orilla del camino, amarillos tirando a rojizos, el anaranjado casi mostaza en unos árboles así de altos y así de melancólicos. Por lo demás, en la pantalla se deben elegir fechas y horarios para evitar los trayectos con escarcha o los madrugones dignos de mejores causas. Sí, y porque los amaneceres a veces traen tres grados centígrados en octubre, al completar la reservación me he entregado a la meteorología de mis nostalgias: y pensar que en la calle Colón hay siempre un sol a rajatabla... Ahora bien, aun y cuando la palabra “puntualidad” no se pronuncia con solvencia en nuestra lengua, uno nunca desconfía de los conductores inscritos en el sitio, por supuesto que llegarán a tiempo, y nosotros lo mismo, porque hace muchas celliscas que nos hicimos precisos, responsables, muy disciplinados, y todos llegaremos exactos al lugar y la hora de la partida, sea cual sea el acento de nuestros relojes.

Y allí estaba ella, al salir de la estación del metro Acadie, sentada y amena en las jardineras de la bocacalle. Tenía gesto amable y piel apiñonada, mirada limpia, muy al estilo del río Pánuco, o quizás guatemalteca, con su abrigo gris, tan moderno, quise decir, tan sintético, y minutos hubo en que fui a Bolivia creyéndola hija de los Andes, o podía ser ecuatoriana, de Cuenca o tal vez de Quito, y, bien visto el asunto, se parecía a mi cuñada por la tierna impaciencia con que miraba los minutos en esa esquina del otoño. No sé, acaso venía de mil países al mismo tiempo —en la ciudad cosmopolita todos los mestizajes son posibles—, porque tenía un rostro sin edad, de los que en un santiamén van y vuelven a la niñez, o de los que saben hablar con ojos matriarcales mientras se disfrazan de parpadeos adolescentes.

Cuando el conductor de un Nissan blanco apareció en el punto de reunión, los tres pasajeros, mochilas al hombro, estábamos preparados. En el asiento trasero nos saludamos en lengua simultánea, porque ella también me había descubierto; dicho sea como de paso, el desterrado de nuestro idioma lo sabe muy bien: hay algo en la forma de pronunciarnos que permea las miradas, un tesoro enterrado a prueba de silencio en los ojos de todos los hispanohablantes, vengan de donde vengan. Difícil y sencillo de explicar, mejor seguir adelante… Aunque sus padres eran de Arequipa, ella había nacido en Lima, y se llamaba Teresita —diminutivo legal, tal y como lo establece su pasaporte, Teresita, y no Teresa, por favor—. Eso sí, vivió muchas vacaciones en el sur del Perú, al alcance de los volcanes, el Pichu Pichu, el Sabancaya, sobre todo el Misti, siempre coronado de nieve, así es como sus palabras lo veían en aquellos paseos de infancia por las veredas del puente de Grau.

En el anonimato de nuestra charla, éramos un documento secreto que sólo nosotros dos podíamos descifrar, una franqueza a prueba de mirones. Ni el conductor ni el copiloto entendían el español cuando me habló de sus doce años ya como migrante, la misma edad de su hija mayor, y no, ella no había regresado a su casa de Barranco en todo este tiempo. Ahora mismo terminaba una especialidad en Odontología, aunque su primer diploma lo obtuvo en la San Marcos, allá en Lima, y otra vez sus acentos sonaban a novela de Bryce Echenique, y qué se le va a hacer, tal vez a página de Alonso Cueto. Y cuando Teresita decidió ilustrarme las papas a la huancaína en el Nissan blanco de aquella carretera, yo empaté el marcador con unos tacos de cecina en los cruceros de la avenida Hidalgo, vieras nomás.

Llegar le tomó casi dos años. Se desesperó tanto junto a su marido, también dentista, enviando y trayendo documentos a la embajada canadiense, por el rumbo de Miraflores, siempre en Lima. Un proceso demorado, un bamboleo de entrevistas, un vaivén de certificaciones, así es como lo explica, y, a punto de recibir los últimos sellos, la vida había seguido sucediendo en su propia vida, porque Teresita estaba encinta. Entonces se angustió con vehemencias nuevas, cuando decidió llegar antes al futuro de su propia hija, transterrarla desde el vientre materno para evitar nuevas incertidumbres, y además ahorrarse un año de trámites y diligencias.

En sus palabras se traslucía el optimismo efervescente del migrante. Tal y como lo decía Nina Berbérova —escritora, rusa y mujer de mil destierros—, el verdadero expatriado no tiene nunca “la mirada amargamente dirigida hacia el pasado, sino siempre esperanzada hacia el futuro”…, y Teresita subió al avión un 27 de marzo de 2009. Como quien dice, con siete meses de embarazo hizo dos viajes en un solo golpe de desarraigos, y no lo podía creer, ¿y te dejaron abordar? Parece que se le notaba muy poco. Y Ariana, la mayor de sus hijas, nació en lengua española en la isla de Montreal, en junio de aquel año, aunque esa, claro, esa ya es otra historia.

Para los que nos negamos al automóvil, la cosa sucede siempre así, o más o menos, cuando viajamos a otras ciudades...

Uno debe inscribirse en los portales del coche compartido. Resulta tan económico, nada que ver con los precios del tren o con las tarifas del ómnibus. De hecho, en las carreteras del Polo Norte son pocos los carros vacíos —entretiene mucho contarlos bajo la nieve—, porque las autopistas nos han enseñado a conjugar caminos, esto es, a no desperdiciar asientos en los vehículos rumbo a Ottawa, donde vive mi hermana, o hacia la ciudad de Quebec, por cosas del trabajo, y así es como voy y vuelvo de Toronto donde residen otros embajadores de la república del parque Méndez. También, hay un poco de redención ecológica al abordar un auto ajeno en el que podremos escuchar algo de música, tal vez dormitar un poco, charlar con otros pasajeros o diluir el alma entre los bosques del otro lado de las ventanillas.

Tienen su encanto los tonos del ocre a la orilla del camino, amarillos tirando a rojizos, el anaranjado casi mostaza en unos árboles así de altos y así de melancólicos. Por lo demás, en la pantalla se deben elegir fechas y horarios para evitar los trayectos con escarcha o los madrugones dignos de mejores causas. Sí, y porque los amaneceres a veces traen tres grados centígrados en octubre, al completar la reservación me he entregado a la meteorología de mis nostalgias: y pensar que en la calle Colón hay siempre un sol a rajatabla... Ahora bien, aun y cuando la palabra “puntualidad” no se pronuncia con solvencia en nuestra lengua, uno nunca desconfía de los conductores inscritos en el sitio, por supuesto que llegarán a tiempo, y nosotros lo mismo, porque hace muchas celliscas que nos hicimos precisos, responsables, muy disciplinados, y todos llegaremos exactos al lugar y la hora de la partida, sea cual sea el acento de nuestros relojes.

Y allí estaba ella, al salir de la estación del metro Acadie, sentada y amena en las jardineras de la bocacalle. Tenía gesto amable y piel apiñonada, mirada limpia, muy al estilo del río Pánuco, o quizás guatemalteca, con su abrigo gris, tan moderno, quise decir, tan sintético, y minutos hubo en que fui a Bolivia creyéndola hija de los Andes, o podía ser ecuatoriana, de Cuenca o tal vez de Quito, y, bien visto el asunto, se parecía a mi cuñada por la tierna impaciencia con que miraba los minutos en esa esquina del otoño. No sé, acaso venía de mil países al mismo tiempo —en la ciudad cosmopolita todos los mestizajes son posibles—, porque tenía un rostro sin edad, de los que en un santiamén van y vuelven a la niñez, o de los que saben hablar con ojos matriarcales mientras se disfrazan de parpadeos adolescentes.

Cuando el conductor de un Nissan blanco apareció en el punto de reunión, los tres pasajeros, mochilas al hombro, estábamos preparados. En el asiento trasero nos saludamos en lengua simultánea, porque ella también me había descubierto; dicho sea como de paso, el desterrado de nuestro idioma lo sabe muy bien: hay algo en la forma de pronunciarnos que permea las miradas, un tesoro enterrado a prueba de silencio en los ojos de todos los hispanohablantes, vengan de donde vengan. Difícil y sencillo de explicar, mejor seguir adelante… Aunque sus padres eran de Arequipa, ella había nacido en Lima, y se llamaba Teresita —diminutivo legal, tal y como lo establece su pasaporte, Teresita, y no Teresa, por favor—. Eso sí, vivió muchas vacaciones en el sur del Perú, al alcance de los volcanes, el Pichu Pichu, el Sabancaya, sobre todo el Misti, siempre coronado de nieve, así es como sus palabras lo veían en aquellos paseos de infancia por las veredas del puente de Grau.

En el anonimato de nuestra charla, éramos un documento secreto que sólo nosotros dos podíamos descifrar, una franqueza a prueba de mirones. Ni el conductor ni el copiloto entendían el español cuando me habló de sus doce años ya como migrante, la misma edad de su hija mayor, y no, ella no había regresado a su casa de Barranco en todo este tiempo. Ahora mismo terminaba una especialidad en Odontología, aunque su primer diploma lo obtuvo en la San Marcos, allá en Lima, y otra vez sus acentos sonaban a novela de Bryce Echenique, y qué se le va a hacer, tal vez a página de Alonso Cueto. Y cuando Teresita decidió ilustrarme las papas a la huancaína en el Nissan blanco de aquella carretera, yo empaté el marcador con unos tacos de cecina en los cruceros de la avenida Hidalgo, vieras nomás.

Llegar le tomó casi dos años. Se desesperó tanto junto a su marido, también dentista, enviando y trayendo documentos a la embajada canadiense, por el rumbo de Miraflores, siempre en Lima. Un proceso demorado, un bamboleo de entrevistas, un vaivén de certificaciones, así es como lo explica, y, a punto de recibir los últimos sellos, la vida había seguido sucediendo en su propia vida, porque Teresita estaba encinta. Entonces se angustió con vehemencias nuevas, cuando decidió llegar antes al futuro de su propia hija, transterrarla desde el vientre materno para evitar nuevas incertidumbres, y además ahorrarse un año de trámites y diligencias.

En sus palabras se traslucía el optimismo efervescente del migrante. Tal y como lo decía Nina Berbérova —escritora, rusa y mujer de mil destierros—, el verdadero expatriado no tiene nunca “la mirada amargamente dirigida hacia el pasado, sino siempre esperanzada hacia el futuro”…, y Teresita subió al avión un 27 de marzo de 2009. Como quien dice, con siete meses de embarazo hizo dos viajes en un solo golpe de desarraigos, y no lo podía creer, ¿y te dejaron abordar? Parece que se le notaba muy poco. Y Ariana, la mayor de sus hijas, nació en lengua española en la isla de Montreal, en junio de aquel año, aunque esa, claro, esa ya es otra historia.