/ miércoles 7 de julio de 2021

Autorretratos de hielo |Memorias de un estadio incompleto

Las temperaturas han vuelto a descender en la isla de Montreal, y hay algunas gabardinas en las calles, y he llegado, por fin, al puesto de vacunación… Al entrar, la explanada del Estadio Olímpico tenía el aire de un templo en reposo, como de coliseo extraviado, como de anfiteatro en hibernación.

Más allá de los torniquetes en desuso, una doble fila de gente aguardaba sin apremios: por un lado, los citados de antemano; por el otro, los desprevenidos buscando un número en las inyecciones excedentes de la jornada. Y allí, ante el espectáculo de las mascarillas obligatorias, he recordado la forma en que las Olimpíadas de 1976 pusieron de moda la palabra “Montreal” en las bocas de la calle Colón, cuando el nombre de dicha ciudad nórdica, en apariencia tan lejana, quedó formalmente inaugurado en todos los acentos de aquel verano.

Al salir del lugar, con dolor de vacunas en el alma, caminé por la avenida Pierre de Coubertin, tan desmoralizada en estos días por el remozamiento de sus asfaltos. Pierre de Coubertin, fundador del Comité Olímpico Internacional, sí, el nombre le viene bien al barrio donde se ubican la torre inclinada del estadio, los diseños circulares de su cuerpo de concreto —“Big O” le llaman en inglés— y esa corona de banderas ondeando en la claridad de la noche boreal. Después, a contravía del bullicio en una calle como la Sherbrooke, tan parecida a las tardes del bulevar López Mateos, he sospechado que el trasterrado es, entre tantas otras cosas, un explorador de melancolías, un analista irremediable de todas las añoranzas que le permitan sentir que lo sabía, que siempre lo supo, que algún día se iría de casa sin fecha de caducidad en las ausencias. En fin, mejor será entrar de inmediato en el tema del día…

De aquellas competencias recuerdo, antes que nada, nuestras primeras travesuras lingüísticas. Nos gustaba enlazar una cadena de letras y de ciudades, descubrir la inicial repetida de los Juegos Olímpicos de “México 68” en los de “Múnich 72”, o la mayúscula del “Montreal 76” en la ortografía por venir del “Moscú 80”. Acaso nuestras infancias verbales presentían, ya que la vida está hecha de palabras y de coincidencias, y, lo que es más, nada nos impedía creer que la aliteración de la eme sería un requisito eterno en la fonética de los juegos venideros. Junto a mi hermano mayor que todo lo sabía, y acompañado de los nietos de la españolísima doña Tere en el cuarto piso del edificio, durante las pausas comerciales jugábamos a inventar sedes para la cita universal de los deportes —así decíamos, calcando las grandilocuencias del televisor, como puede sospecharse—; por cierto, a veces ensartábamos un rosario infinito de mundos como Madrid, Melbourne, Managua, Manila, Montevideo, y al final osábamos con el nombre de Madero, de Mier o Ciudad Mante, pues en Tamaulipas también teníamos derecho a presentirnos tan internacionales como la isla de Montreal en aquel año, ¿y por qué no?

Recuerdo, sobre todo, aquellas imágenes del estadio inacabado, trunco, diríase que imperfecto. Los comentaristas del día parecían regocijarse al repetirlo: los juegos de 1976 pasarían a la historia más por sus ladrillos insuficientes que por las hazañas deportivas. A pesar de todo, hoy la isla de Montreal le ha dado la vuelta a la grisura de la anécdota y la ha convertido en una broma de cajón, pues, si bien es cierto que el sitio fue concluido con más de una década de retraso, ello se debió a que la ciudad quería extender la evocación de sus alegrías —así he aprendido a explicarlo yo también, y qué más da—. Por cierto, es de sobra conocido que la deuda pública contraída para la edificación del Estadio Olímpico fue liquidada treinta años más tarde, en el 2006, y que los fondos destinados para el efecto salieron de los cigarrillos, cuando el fumador canadiense siguió pagando con sus impuestos la realización del evento. El asunto tiene un encanto por demás irónico, ¿no es cierto?: tabacaleras patrocinando justas deportivas. En fin, mejor seguir adelante.

Recuerdo algunas otras cosas… A la reina de Inglaterra, solemne y matriarcal, de pie durante las largas horas del desfile inaugural. También, el boicot africano, cuando una veintena de países se retiró en protesta por lo que sucedía en Sudáfrica, pues, qué cierto era, el apartheid y la segregación racial nunca dolieron por igual en todo el mundo. Además, y porque la Guerra Fría aún daba sus bandazos, resulta imposible olvidar al atleta soviético —¿Boris…, se llamaba Boris?— embaucando a los jueces con las trampas de una espada capaz de alumbrar a su favor, mediante dispositivos de fantasía, la luz del puntaje y el color de las medallas: era de esperarse, lo expulsaron de por vida del ejercicio de la esgrima. Asimismo, ninguno de los hijos de la Plaza de Armas de aquel año olvidaría jamás la música de Nadia Comaneci, su cola de caballo adolescente, el número 73 de su espalda tan elástica y esa cara suya de felicidad inesperada; cuánto había disfrutado regresar al quinto de primaria, allá, en el Colegio Motolinia, y comprobar que no era el único en haberse atravesado de amores imposibles frente a las páginas de la enciclopedia Salvat donde un país llamado Rumania estaba habitado por gimnastas tan perfectas.

Y porque se acaba la columna del miércoles, hablemos rápido del centro de gravedad de “Montreal 76”. Me refiero a Daniel Bautista, a los veinte kilómetros de su caminata indescriptible y al oro del himno mexicano en las pantallas del mundo entero. Su triunfo trajo voces nuevas a nuestros ojos, y nunca más nos resultarían extrañas las pronunciaciones del “marchista” histórico o las dicciones del “andarín” irrepetible. Acaso gracias al descubrimiento de tales palabras hoy me resulta posible argumentar que el migrante vive en un estado de latentes vaivenes y de permanentes contradicciones…: es un caminante de nacionalidades cruzadas enlazando la memoria de su lengua materna a la insólita tarea de nombrarse en el destierro.

Las temperaturas han vuelto a descender en la isla de Montreal, y hay algunas gabardinas en las calles, y he llegado, por fin, al puesto de vacunación… Al entrar, la explanada del Estadio Olímpico tenía el aire de un templo en reposo, como de coliseo extraviado, como de anfiteatro en hibernación.

Más allá de los torniquetes en desuso, una doble fila de gente aguardaba sin apremios: por un lado, los citados de antemano; por el otro, los desprevenidos buscando un número en las inyecciones excedentes de la jornada. Y allí, ante el espectáculo de las mascarillas obligatorias, he recordado la forma en que las Olimpíadas de 1976 pusieron de moda la palabra “Montreal” en las bocas de la calle Colón, cuando el nombre de dicha ciudad nórdica, en apariencia tan lejana, quedó formalmente inaugurado en todos los acentos de aquel verano.

Al salir del lugar, con dolor de vacunas en el alma, caminé por la avenida Pierre de Coubertin, tan desmoralizada en estos días por el remozamiento de sus asfaltos. Pierre de Coubertin, fundador del Comité Olímpico Internacional, sí, el nombre le viene bien al barrio donde se ubican la torre inclinada del estadio, los diseños circulares de su cuerpo de concreto —“Big O” le llaman en inglés— y esa corona de banderas ondeando en la claridad de la noche boreal. Después, a contravía del bullicio en una calle como la Sherbrooke, tan parecida a las tardes del bulevar López Mateos, he sospechado que el trasterrado es, entre tantas otras cosas, un explorador de melancolías, un analista irremediable de todas las añoranzas que le permitan sentir que lo sabía, que siempre lo supo, que algún día se iría de casa sin fecha de caducidad en las ausencias. En fin, mejor será entrar de inmediato en el tema del día…

De aquellas competencias recuerdo, antes que nada, nuestras primeras travesuras lingüísticas. Nos gustaba enlazar una cadena de letras y de ciudades, descubrir la inicial repetida de los Juegos Olímpicos de “México 68” en los de “Múnich 72”, o la mayúscula del “Montreal 76” en la ortografía por venir del “Moscú 80”. Acaso nuestras infancias verbales presentían, ya que la vida está hecha de palabras y de coincidencias, y, lo que es más, nada nos impedía creer que la aliteración de la eme sería un requisito eterno en la fonética de los juegos venideros. Junto a mi hermano mayor que todo lo sabía, y acompañado de los nietos de la españolísima doña Tere en el cuarto piso del edificio, durante las pausas comerciales jugábamos a inventar sedes para la cita universal de los deportes —así decíamos, calcando las grandilocuencias del televisor, como puede sospecharse—; por cierto, a veces ensartábamos un rosario infinito de mundos como Madrid, Melbourne, Managua, Manila, Montevideo, y al final osábamos con el nombre de Madero, de Mier o Ciudad Mante, pues en Tamaulipas también teníamos derecho a presentirnos tan internacionales como la isla de Montreal en aquel año, ¿y por qué no?

Recuerdo, sobre todo, aquellas imágenes del estadio inacabado, trunco, diríase que imperfecto. Los comentaristas del día parecían regocijarse al repetirlo: los juegos de 1976 pasarían a la historia más por sus ladrillos insuficientes que por las hazañas deportivas. A pesar de todo, hoy la isla de Montreal le ha dado la vuelta a la grisura de la anécdota y la ha convertido en una broma de cajón, pues, si bien es cierto que el sitio fue concluido con más de una década de retraso, ello se debió a que la ciudad quería extender la evocación de sus alegrías —así he aprendido a explicarlo yo también, y qué más da—. Por cierto, es de sobra conocido que la deuda pública contraída para la edificación del Estadio Olímpico fue liquidada treinta años más tarde, en el 2006, y que los fondos destinados para el efecto salieron de los cigarrillos, cuando el fumador canadiense siguió pagando con sus impuestos la realización del evento. El asunto tiene un encanto por demás irónico, ¿no es cierto?: tabacaleras patrocinando justas deportivas. En fin, mejor seguir adelante.

Recuerdo algunas otras cosas… A la reina de Inglaterra, solemne y matriarcal, de pie durante las largas horas del desfile inaugural. También, el boicot africano, cuando una veintena de países se retiró en protesta por lo que sucedía en Sudáfrica, pues, qué cierto era, el apartheid y la segregación racial nunca dolieron por igual en todo el mundo. Además, y porque la Guerra Fría aún daba sus bandazos, resulta imposible olvidar al atleta soviético —¿Boris…, se llamaba Boris?— embaucando a los jueces con las trampas de una espada capaz de alumbrar a su favor, mediante dispositivos de fantasía, la luz del puntaje y el color de las medallas: era de esperarse, lo expulsaron de por vida del ejercicio de la esgrima. Asimismo, ninguno de los hijos de la Plaza de Armas de aquel año olvidaría jamás la música de Nadia Comaneci, su cola de caballo adolescente, el número 73 de su espalda tan elástica y esa cara suya de felicidad inesperada; cuánto había disfrutado regresar al quinto de primaria, allá, en el Colegio Motolinia, y comprobar que no era el único en haberse atravesado de amores imposibles frente a las páginas de la enciclopedia Salvat donde un país llamado Rumania estaba habitado por gimnastas tan perfectas.

Y porque se acaba la columna del miércoles, hablemos rápido del centro de gravedad de “Montreal 76”. Me refiero a Daniel Bautista, a los veinte kilómetros de su caminata indescriptible y al oro del himno mexicano en las pantallas del mundo entero. Su triunfo trajo voces nuevas a nuestros ojos, y nunca más nos resultarían extrañas las pronunciaciones del “marchista” histórico o las dicciones del “andarín” irrepetible. Acaso gracias al descubrimiento de tales palabras hoy me resulta posible argumentar que el migrante vive en un estado de latentes vaivenes y de permanentes contradicciones…: es un caminante de nacionalidades cruzadas enlazando la memoria de su lengua materna a la insólita tarea de nombrarse en el destierro.