/ miércoles 25 de mayo de 2022

Autorretratos de hielo | Paralelos de Almodóvar

Los pasos del verano, ya casi entre nosotros con la autoridad de un sol sin sombra de duda, a veces conducen a otros sitios. A menudo nos revelan, por ejemplo, la luminosa promesa de los jardines públicos con tantos tulipanes que ya florecen entre nosotros —algo así es lo que sentiré al salir de casa, rumbo al cine Fórum, en la isla de Montreal…

Entonces caminaré hasta el centro de la ciudad, orgulloso del mes de mayo, con bermudas convencidas y ojos de celebrar resolanas. La cartelera del martes anuncia una película en lengua española, qué bien, y al paso de los transeúntes trataré de recordar la última vez de una cinta hispánica en la ciudad cosmopolita…: tal vez fue el “Neruda” (2016) de Pablo Larraín —con Gael García hablando chileno—, o quizás “Relatos salvajes” (2014) del argentino Damián Szifrón, buenísima, y cómo olvidar “Nudo mixteco” (2021) de Ángeles Cruz, con esa historia donde se imbrican los diálogos y se superponen las desilusiones en el México de los pueblos profundos. Hace algunos años Pedro Almodóvar señaló que “hacer cine en España es como ser torero en Japón”, y, aunque del otro lado del espejo, algo parecido podría decirse de dichos filmes en las pantallas del Polo Norte: son una excentricidad verbal donde recuperan su vigencia las interjecciones de la Plaza de Armas.

Sí, el cine hispánico en el extranjero corrige las nostalgias del transterrado de la calle Colón, y caminaré bajo el sol por el bulevar Du Parc. Más adelante doblaré por el bullicio de autos durante la calle Sainte-Catherine, y al entrar al Fórum me dirigiré hacia las máquinas expendedoras de boletos, tan vacías de gente, qué raro. Al introducir el pago detestaré la tecnología que nos cancela como cinéfilos ante los gestos de una mujer tranquila, porque días hubo —en el Plaza o el Variedades, en el Alameda o el Atenea, también en los Diana, y sobre todo en el cine Tampico— en que los rituales de la fantasía comenzaban con una taquillera muy amable, las monedas sobre el mostrador, y "muchas gracias, señorita", y aquel boleto de cartoncillo convirtiéndonos en los ciudadanos más felices de cualquier tarde.

“Madres Paralelas”, así se llama la cinta, o “Parallel Mothers”, aunque hoy los subtítulos serán innecesarios en la pantalla. Como siempre, me gustarán muchísimo las sintaxis visuales de Almodóvar, los contrastes del color en sus escenarios, los primeros planos de lo cotidiano, Penélope Cruz cortando zanahorias, y, sobremanera, los diálogos cuyo sabor a culebrón —entiéndase ironías de melodrama— parecerán frivolidad de telenovela lo mismo que contundencia filosófica. Como en “Soldados de Salamina” (2003) o “El laberinto del fauno” (2006), como en “Los girasoles ciegos” (2008) o “La trinchera infinita” (2019), la cinta en cuestión recordará a los desaparecidos de la Guerra Civil Española, la ceguera voluntaria frente a las víctimas, las fosas clandestinas y las ejecuciones sumarias de bisa-buelos que nunca sabremos recordar como es debido. Poco a poco los fotogramas informarán de los muertos que no han terminado de morir en un Madrid soleado y ventoso donde una fotógrafa, especialista en imágenes, se enamorará de un arqueólogo, especialista en pasados, antes de quedar embarazada. Y mientras la lengua de los actores se irá haciendo cada vez más mía por el lado del río Pánuco, descubriré el reclamo de doble fondo de los fotogramas: por un lado, la recuperación de la memoria histórica, valga decir, la recreación de un pasado un poco más tangible; después y sobre todo, la condición de la mujer, su fragilidad heredada y sus justificados reclamos, dentro y fuera de la pantalla.

Enseguida vendrán los partos cambiados y las hijas extraviadas. Al observar los enredos de aquellos nacimientos y la confusión de las maternidades en la pantalla, concluiré que cualquier sociedad que apuesta por el olvido convierte a sus habitantes en extranjeros del presente y en forasteros de los sueños. Después, claro, aún contagiado de Janis Joplin, la “bruja cósmica” del rock, así le decían, vaya ronquera de canciones, saldré del Fórum en el crepúsculo de las nueve de la noche, y no, hoy no caminaré el regreso a casa, mejor descenderé al Metro, sacaré la mascarilla obligatoria y luego pasaré al almacén del barrio para comprar pan, yogur, huevos, algo de fruta, queso, en fin, cosas de amueblar los desayunos. Ah, sí, y en la caja descubriré a un empleado admirando mi morral de cuero, comprado en San Cristóbal de las Casas, ¿conoce usted Chiapas? Desde su propia versión del castellano me dirá que se llama Antonio —a veces es Antoine, y otras sólo Tony, según el francés o el inglés de su interlocutor—: y mucho gusto, encantado, y nació aquí mismo, en el país elegido por sus abuelos para continuar el destino, ambos expulsados de aquella misma guerra, allá en España, la de 1936, y eran tan jóvenes cuando llegaron a Canadá.

No lo podré creer. Un nieto de exiliados andaluces huyendo de Franco para evitar morir en las películas de Almodóvar. Eso sí, sus palabras tendrán el acento de las esperanzas forzadas, me parecerán naturales y también accesorias en la honestidad de una mirada sobrecargada de idiomas. Más tarde, al subir las escaleras de casa en esta jornada de ocasos tardíos, pensaré que el cine hispánico busca, sobre todo, mantener vivas nuestras coincidencias en la isla de Montreal. A condición de mirarse fuera de casa, los filmes en lengua española se aferrarán siempre a la magia de barruntarse rioplatenses desde el Caribe, o de provocar suspiros andinos con miradas centroamericanas, o de presentirse peninsulares entre las olas de Miramar, con todos los viceversas del caso. En resumidas cuentas, el filme de Almodóvar nos hace hablantes paralelos del pasado de España, valga decir, nos refleja en la exigencia de que todas las dictaduras militares que nuestra lengua conoció a lo largo del siglo XX aprendan a ser nombradas y recordadas de una buena vez, con todas sus letras y con todos sus rostros, y para siempre…

Los pasos del verano, ya casi entre nosotros con la autoridad de un sol sin sombra de duda, a veces conducen a otros sitios. A menudo nos revelan, por ejemplo, la luminosa promesa de los jardines públicos con tantos tulipanes que ya florecen entre nosotros —algo así es lo que sentiré al salir de casa, rumbo al cine Fórum, en la isla de Montreal…

Entonces caminaré hasta el centro de la ciudad, orgulloso del mes de mayo, con bermudas convencidas y ojos de celebrar resolanas. La cartelera del martes anuncia una película en lengua española, qué bien, y al paso de los transeúntes trataré de recordar la última vez de una cinta hispánica en la ciudad cosmopolita…: tal vez fue el “Neruda” (2016) de Pablo Larraín —con Gael García hablando chileno—, o quizás “Relatos salvajes” (2014) del argentino Damián Szifrón, buenísima, y cómo olvidar “Nudo mixteco” (2021) de Ángeles Cruz, con esa historia donde se imbrican los diálogos y se superponen las desilusiones en el México de los pueblos profundos. Hace algunos años Pedro Almodóvar señaló que “hacer cine en España es como ser torero en Japón”, y, aunque del otro lado del espejo, algo parecido podría decirse de dichos filmes en las pantallas del Polo Norte: son una excentricidad verbal donde recuperan su vigencia las interjecciones de la Plaza de Armas.

Sí, el cine hispánico en el extranjero corrige las nostalgias del transterrado de la calle Colón, y caminaré bajo el sol por el bulevar Du Parc. Más adelante doblaré por el bullicio de autos durante la calle Sainte-Catherine, y al entrar al Fórum me dirigiré hacia las máquinas expendedoras de boletos, tan vacías de gente, qué raro. Al introducir el pago detestaré la tecnología que nos cancela como cinéfilos ante los gestos de una mujer tranquila, porque días hubo —en el Plaza o el Variedades, en el Alameda o el Atenea, también en los Diana, y sobre todo en el cine Tampico— en que los rituales de la fantasía comenzaban con una taquillera muy amable, las monedas sobre el mostrador, y "muchas gracias, señorita", y aquel boleto de cartoncillo convirtiéndonos en los ciudadanos más felices de cualquier tarde.

“Madres Paralelas”, así se llama la cinta, o “Parallel Mothers”, aunque hoy los subtítulos serán innecesarios en la pantalla. Como siempre, me gustarán muchísimo las sintaxis visuales de Almodóvar, los contrastes del color en sus escenarios, los primeros planos de lo cotidiano, Penélope Cruz cortando zanahorias, y, sobremanera, los diálogos cuyo sabor a culebrón —entiéndase ironías de melodrama— parecerán frivolidad de telenovela lo mismo que contundencia filosófica. Como en “Soldados de Salamina” (2003) o “El laberinto del fauno” (2006), como en “Los girasoles ciegos” (2008) o “La trinchera infinita” (2019), la cinta en cuestión recordará a los desaparecidos de la Guerra Civil Española, la ceguera voluntaria frente a las víctimas, las fosas clandestinas y las ejecuciones sumarias de bisa-buelos que nunca sabremos recordar como es debido. Poco a poco los fotogramas informarán de los muertos que no han terminado de morir en un Madrid soleado y ventoso donde una fotógrafa, especialista en imágenes, se enamorará de un arqueólogo, especialista en pasados, antes de quedar embarazada. Y mientras la lengua de los actores se irá haciendo cada vez más mía por el lado del río Pánuco, descubriré el reclamo de doble fondo de los fotogramas: por un lado, la recuperación de la memoria histórica, valga decir, la recreación de un pasado un poco más tangible; después y sobre todo, la condición de la mujer, su fragilidad heredada y sus justificados reclamos, dentro y fuera de la pantalla.

Enseguida vendrán los partos cambiados y las hijas extraviadas. Al observar los enredos de aquellos nacimientos y la confusión de las maternidades en la pantalla, concluiré que cualquier sociedad que apuesta por el olvido convierte a sus habitantes en extranjeros del presente y en forasteros de los sueños. Después, claro, aún contagiado de Janis Joplin, la “bruja cósmica” del rock, así le decían, vaya ronquera de canciones, saldré del Fórum en el crepúsculo de las nueve de la noche, y no, hoy no caminaré el regreso a casa, mejor descenderé al Metro, sacaré la mascarilla obligatoria y luego pasaré al almacén del barrio para comprar pan, yogur, huevos, algo de fruta, queso, en fin, cosas de amueblar los desayunos. Ah, sí, y en la caja descubriré a un empleado admirando mi morral de cuero, comprado en San Cristóbal de las Casas, ¿conoce usted Chiapas? Desde su propia versión del castellano me dirá que se llama Antonio —a veces es Antoine, y otras sólo Tony, según el francés o el inglés de su interlocutor—: y mucho gusto, encantado, y nació aquí mismo, en el país elegido por sus abuelos para continuar el destino, ambos expulsados de aquella misma guerra, allá en España, la de 1936, y eran tan jóvenes cuando llegaron a Canadá.

No lo podré creer. Un nieto de exiliados andaluces huyendo de Franco para evitar morir en las películas de Almodóvar. Eso sí, sus palabras tendrán el acento de las esperanzas forzadas, me parecerán naturales y también accesorias en la honestidad de una mirada sobrecargada de idiomas. Más tarde, al subir las escaleras de casa en esta jornada de ocasos tardíos, pensaré que el cine hispánico busca, sobre todo, mantener vivas nuestras coincidencias en la isla de Montreal. A condición de mirarse fuera de casa, los filmes en lengua española se aferrarán siempre a la magia de barruntarse rioplatenses desde el Caribe, o de provocar suspiros andinos con miradas centroamericanas, o de presentirse peninsulares entre las olas de Miramar, con todos los viceversas del caso. En resumidas cuentas, el filme de Almodóvar nos hace hablantes paralelos del pasado de España, valga decir, nos refleja en la exigencia de que todas las dictaduras militares que nuestra lengua conoció a lo largo del siglo XX aprendan a ser nombradas y recordadas de una buena vez, con todas sus letras y con todos sus rostros, y para siempre…