/ miércoles 20 de octubre de 2021

Autorretratos de hielo | Reflexiones de aeropuerto

Para todos los migrantes del planeta —haitianos, sirios, mexicanos, marroquíes o de dondequiera— la pandemia no ha dejado de correr en dos velocidades distintas. Una de ellas es pronunciada con el vértigo de las ciudades extranjeras que nos acogen, y la otra, morosa y tardía, lleva la cuenta del soñado regreso a las calles natales… Sí, tales fueron mis primeras cavilaciones al salir de casa, en la isla de Montreal, y sobre las aceras del crepúsculo he buscado rostros felices detrás de las mascarillas sanitarias, facciones capaces de reflejar mi entusiasmo a las siete de la noche, en este miércoles de otoño camino al aeropuerto.

Es mi primer retorno a la calle Colón tras el apocalipsis clínico que aún no acaba, y la terminal aérea lucía una tristeza deshabitada. Todo era media luz en los pasillos, salas sin bullicios, pisos silenciados de turistas, y también seguían cerradas a cal y canto las cafeterías donde uno solía llorar las despedidas. Los pizarrones digitales, elevadísimos y modernos, siempre tan exactos, informaban de los tres últimos destinos de la jornada: París a las nueve y cinco de la noche, Estambul veinte minutos después, y allí estaba el vuelo hacia la Ciudad de México, anunciado en horarios para insomnes, y qué se le va hacer, y no importa, porque un regreso a casa siempre será un milagro, a cualquier hora de la nostalgia —así creo haberlo pensado en aquel momento…

Como de reojo, en un suspiro he cotejado las ventanillas vacías, los viajes cancelados a Europa, las vacaciones postergadas al Caribe, las excursiones abandonadas al lejano Oriente. Y allá venía un empleado, solitario, uniforme de sonrisas obligatorias, y desde la brevedad de mi pregunta, ¿el mostrador para México?, y desde su respuesta exagerada de detalles, entendí que llevaba horas de horas sin hablar con nadie. Que siguiera de frente, “monsieur”, tenía acento magrebí, y luego había que doblar en la casa de cambio —a mano izquierda de las monedas que hoy no necesito, ni euros ni yenes, tampoco dólares americanos—, allí la vería, la ventanilla, la única, no podía perderla, y buen viaje, mil gracias, y con mucho gusto.

Frente a las letreros de la línea aérea, ¿cómo decirlo?, había un retorno anticipado de miradas nacionales. Era una fila de cuerpos recios y de rostros curtidos. Pasaporte en mano, fui muy puntual en la impaciencia de la espera, casi setenta minutos mexicanos, de los que corren más lento, mientras charlaba con Giovanny: treinta y seis años de edad, campesino de temporal, bracero, agricultor transterrado, nunca mejor dicho, como casi todos los pasajeros de nuestro vuelo. Por fin —por fin desde que comenzó la epidemia, creí entender— él podía regresar a Tixtla, en el estado de Guerrero, a visitar a la familia. Sí, Giovanny trabajaba en los invernaderos de flores, al amparo de las nevadas, nueve meses al año de todos los años, aunque a veces no había más remedio que contratarse en las granjas de hortalizas durante los fríos extremos del otoño en la provincia Quebec, o durante las primaveras inclementes en Ontario.

Genaro, del otro lado de la fila, nos interrumpió con franquezas de horticultor cansado. Gracias a su abrupta llegada a nuestra charla, he sospechado que las conversaciones en español nos pertenecen más fuera de casa: era cierto, nada como trabajar en los invernaderos polares, decía, porque en la intemperie de las parcelas canadienses la cosa era otra cosa, explicaba, a veces doce horas diarias, largas como doce siglos de guantes congelados. En su parsimonia de labriego envejecido antes de tiempo, y en su tez gastada de surcos, Genaro había adelantado el regreso al terruño, allá en Querétaro, porque su madre estaba tan enferma, muy grave, viera usted, y qué se podía hacer. Nada. Tuvo que rescindir su contrato anual como bracero. Primero estaba su madre, insistía, y en la extrañeza de aquel aeropuerto deshabitado cualquiera lo hubiera pensado así, así o con sus propias palabras: ¿qué hay en la realidad mexicana que naturaliza el desa-rraigo?, ¿por qué lo hemos instalado en nuestros discursos como un destino inevitable y nunca como una desventura inaceptable?...

Antes de llegar a la ventanilla he reflexionado, asimismo, en las dos grandes perspectivas que ayudan a explicar el fenómeno del exilio: la atracción y el rechazo. En el primer caso, expatriarse nutre diccionarios de mil aventuras, ilumina enciclopedias y aún enriquece nuestras ficciones con muchos de los descubrimientos que nos han enseñado a pronunciarnos un poco más universales; verbigracia, allí están los Herodotos y Jasones, los Marcopolos y Simbades, los Colones y Vespucios, y también Humboldt, y además Darwin, y sobre todo Neil Armstrong —el del Apolo XI, por supuesto—…, y ni qué decir de Indiana Jones. Por su parte, en la expulsión estarían concentrados los golpes de Estado, las asonadas, las fracturas políticas, las persecuciones ideológicas, las intolerancias religiosas, los desastres financieros, las guerras interminables e incluso las catástrofes naturales; por lo demás, en esta segunda forma de argumentar las ausencias, el migrante será siempre un hijo ignorado de la Historia, o, si se prefiere, el síntoma desatendido de una enfermedad que supura nombres por las heridas de un cuerpo social.

Al final, una representante consular —tal vez era empleada de las agroindustrias locales, nunca lo supe— ha estado verificando los papeles de muchos pasajeros. Frente a mí, se lo he preguntado a quemarropa: ¿cuántas braceros mexicanos trabajan en el Polo Norte, señorita? Sólo seis mil, señor. Así lo dijo: sólo seis mil. El redondeo de la cifra me hizo sentir que, tan amable, muy cortés, ojos de playa tranquila a las seis de la tarde en Miramar, sí, ella también había convertido ya los desarraigos en abstracciones. Pudo decir que 6,011, o colorear la respuesta con un número irregular, algo así como 5,979 personas, señor: entonces Giovanny y Gerardo, el estado de Guerrero y acaso las madres moribundas en Querétaro, le darían a la explicación de los destierros una precisión distinta, en fin, una exactitud un poco más humana.

Para todos los migrantes del planeta —haitianos, sirios, mexicanos, marroquíes o de dondequiera— la pandemia no ha dejado de correr en dos velocidades distintas. Una de ellas es pronunciada con el vértigo de las ciudades extranjeras que nos acogen, y la otra, morosa y tardía, lleva la cuenta del soñado regreso a las calles natales… Sí, tales fueron mis primeras cavilaciones al salir de casa, en la isla de Montreal, y sobre las aceras del crepúsculo he buscado rostros felices detrás de las mascarillas sanitarias, facciones capaces de reflejar mi entusiasmo a las siete de la noche, en este miércoles de otoño camino al aeropuerto.

Es mi primer retorno a la calle Colón tras el apocalipsis clínico que aún no acaba, y la terminal aérea lucía una tristeza deshabitada. Todo era media luz en los pasillos, salas sin bullicios, pisos silenciados de turistas, y también seguían cerradas a cal y canto las cafeterías donde uno solía llorar las despedidas. Los pizarrones digitales, elevadísimos y modernos, siempre tan exactos, informaban de los tres últimos destinos de la jornada: París a las nueve y cinco de la noche, Estambul veinte minutos después, y allí estaba el vuelo hacia la Ciudad de México, anunciado en horarios para insomnes, y qué se le va hacer, y no importa, porque un regreso a casa siempre será un milagro, a cualquier hora de la nostalgia —así creo haberlo pensado en aquel momento…

Como de reojo, en un suspiro he cotejado las ventanillas vacías, los viajes cancelados a Europa, las vacaciones postergadas al Caribe, las excursiones abandonadas al lejano Oriente. Y allá venía un empleado, solitario, uniforme de sonrisas obligatorias, y desde la brevedad de mi pregunta, ¿el mostrador para México?, y desde su respuesta exagerada de detalles, entendí que llevaba horas de horas sin hablar con nadie. Que siguiera de frente, “monsieur”, tenía acento magrebí, y luego había que doblar en la casa de cambio —a mano izquierda de las monedas que hoy no necesito, ni euros ni yenes, tampoco dólares americanos—, allí la vería, la ventanilla, la única, no podía perderla, y buen viaje, mil gracias, y con mucho gusto.

Frente a las letreros de la línea aérea, ¿cómo decirlo?, había un retorno anticipado de miradas nacionales. Era una fila de cuerpos recios y de rostros curtidos. Pasaporte en mano, fui muy puntual en la impaciencia de la espera, casi setenta minutos mexicanos, de los que corren más lento, mientras charlaba con Giovanny: treinta y seis años de edad, campesino de temporal, bracero, agricultor transterrado, nunca mejor dicho, como casi todos los pasajeros de nuestro vuelo. Por fin —por fin desde que comenzó la epidemia, creí entender— él podía regresar a Tixtla, en el estado de Guerrero, a visitar a la familia. Sí, Giovanny trabajaba en los invernaderos de flores, al amparo de las nevadas, nueve meses al año de todos los años, aunque a veces no había más remedio que contratarse en las granjas de hortalizas durante los fríos extremos del otoño en la provincia Quebec, o durante las primaveras inclementes en Ontario.

Genaro, del otro lado de la fila, nos interrumpió con franquezas de horticultor cansado. Gracias a su abrupta llegada a nuestra charla, he sospechado que las conversaciones en español nos pertenecen más fuera de casa: era cierto, nada como trabajar en los invernaderos polares, decía, porque en la intemperie de las parcelas canadienses la cosa era otra cosa, explicaba, a veces doce horas diarias, largas como doce siglos de guantes congelados. En su parsimonia de labriego envejecido antes de tiempo, y en su tez gastada de surcos, Genaro había adelantado el regreso al terruño, allá en Querétaro, porque su madre estaba tan enferma, muy grave, viera usted, y qué se podía hacer. Nada. Tuvo que rescindir su contrato anual como bracero. Primero estaba su madre, insistía, y en la extrañeza de aquel aeropuerto deshabitado cualquiera lo hubiera pensado así, así o con sus propias palabras: ¿qué hay en la realidad mexicana que naturaliza el desa-rraigo?, ¿por qué lo hemos instalado en nuestros discursos como un destino inevitable y nunca como una desventura inaceptable?...

Antes de llegar a la ventanilla he reflexionado, asimismo, en las dos grandes perspectivas que ayudan a explicar el fenómeno del exilio: la atracción y el rechazo. En el primer caso, expatriarse nutre diccionarios de mil aventuras, ilumina enciclopedias y aún enriquece nuestras ficciones con muchos de los descubrimientos que nos han enseñado a pronunciarnos un poco más universales; verbigracia, allí están los Herodotos y Jasones, los Marcopolos y Simbades, los Colones y Vespucios, y también Humboldt, y además Darwin, y sobre todo Neil Armstrong —el del Apolo XI, por supuesto—…, y ni qué decir de Indiana Jones. Por su parte, en la expulsión estarían concentrados los golpes de Estado, las asonadas, las fracturas políticas, las persecuciones ideológicas, las intolerancias religiosas, los desastres financieros, las guerras interminables e incluso las catástrofes naturales; por lo demás, en esta segunda forma de argumentar las ausencias, el migrante será siempre un hijo ignorado de la Historia, o, si se prefiere, el síntoma desatendido de una enfermedad que supura nombres por las heridas de un cuerpo social.

Al final, una representante consular —tal vez era empleada de las agroindustrias locales, nunca lo supe— ha estado verificando los papeles de muchos pasajeros. Frente a mí, se lo he preguntado a quemarropa: ¿cuántas braceros mexicanos trabajan en el Polo Norte, señorita? Sólo seis mil, señor. Así lo dijo: sólo seis mil. El redondeo de la cifra me hizo sentir que, tan amable, muy cortés, ojos de playa tranquila a las seis de la tarde en Miramar, sí, ella también había convertido ya los desarraigos en abstracciones. Pudo decir que 6,011, o colorear la respuesta con un número irregular, algo así como 5,979 personas, señor: entonces Giovanny y Gerardo, el estado de Guerrero y acaso las madres moribundas en Querétaro, le darían a la explicación de los destierros una precisión distinta, en fin, una exactitud un poco más humana.