/ miércoles 30 de junio de 2021

Autorretratos de hielo | Temporada de mudanzas

Quienquiera que lo haya vivido sabe de lo que va: el desarraigo es, además y sobre todo, un juego de perspectivas. Es el árbol que hace pensar en el bosque perdido, es la página cambiada donde se deletrean de otro modo las nacionalidades, ¿cómo decirlo?, es un eco hecho de calles ausentes y de amigos extraviados en la memoria.

Si acaso fuera posible decirlo sin cicatrices, cualquier migrante hablaría en voz alta de las mil razones por las que siempre estará de paso en su propio destino. Como rápido botón de muestra, los cerca de cuarenta millones de mexicanos en Norteamérica —entre tantas otras regiones que podrían utilizarse como ejemplo de tristezas— sabemos que el exilio es la esperanza fallida con que renovamos nuestros pasaportes, pues ojalá pudiésemos encontrar en ellos la fecha señalada para el regreso. Al traer a colación a varios de nuestros vagabundos más memorables, cuando el Cid llora su expulsión a la manera de Ulises, por ejemplo, o cuando don Quijote nos recuerda las expediciones de Marco Polo, entendemos que gracias a ellos el destierro ha adquirido, además, las palabras necesarias para explicarse como un ejercicio constante de analogías y de descubrimientos. Diríase, por lo tanto, que para los hijos expatriados de la calle Colón el mundo es un expresivo vaivén de (dis)paridades culturales, lo cual, si se piensa dos veces, también le provee a la experiencia un costado luminoso, pues las calles congeladas del Polo Norte nos hacen vivir los días, todos los días, en un estado de asombro permanente.

Una de tales sorpresas, en la inminencia de cada mes de julio, tiene que ver con la temporada de mudanzas en la isla de Montreal. Sí, cuando todos los inquilinos de la ciudad se lanzan a buscar nuevos domicilios, la vida transpira un anhelo incontrolable de cambiar los códigos postales de sus rutinas. Entonces abundan los anuncios del “se renta” y del “se vende”, y cualquiera de nuestros paseos naturaliza los camiones en las calles, las rampas de los cargadores —aquí por poco y digo “tamemes”—, las ofertas del servicio garantizado y las aceras obstruidas por el menaje y los cansancios… En suma, las avenidas del efímero verano boreal están convertidas ahora mismo en un espectáculo de tantas cosas, de rostros errantes, de cajas y cartones, de zunchos y mecates, de ixtles que sirven de flejes, de contratos firmados a la velocidad de los sueños y a veces también de portazos marcados por la suciedad de las despedidas.

Resulta increíble, ¿no es cierto?, y el migrante de la Plaza de Armas mira hacia esta cultura del trasiego anual con la frustración de nunca poder explicarla como es debido. Es más, los hijos de la lengua española, vengan de donde vengan y sea cual sea el dolor de sus exilios, nunca entenderemos del todo el ciclo de los alquileres en la isla de Montreal. Al respecto, mil veces he platicado el fenómeno con mis amigos colombianos —casi todos de Neiva o de Cartagena de Indias, acentos de rumba eterna y dichos de pelar los ojos—; la intriga que tal fiebre de traslados provoca, apenas y nos permite aventurar alguna que otra conjetura: al mudar de horizontes, tal pareciera que la ciudad busca un remedio contra los aburrimientos, como si al emigrar hacia otros callejones se aplicara un conjuro contra los fastidios. Después, por supuesto, las conversaciones derivan casi siempre hacia aquella película, también colombiana, “La estrategia del caracol”, y qué risa, era muy buena, y mientras dudamos del cineasta, ¿Sergio Cabrera?, recordamos ese drama social filmado en los años noventa, y qué risa otra vez, cuando un vecindario al completo mudaba todo un edificio, allá en Bogotá, piedra por piedra y esperanza por esperanza, para triunfar sobre las injusticias catastrales y también sobre los indebidos desalojos.

Ahora bien, la ciudad nórdica despliega tal convicción en sus jornadas de acarreo que uno no debe juzgarla con ligereza. Nos detenemos, la miramos, incluso la reflexionamos desde las citas de Quevedo: “nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres” —esto último es de “El buscón”, si la memoria no se me despeña—. Y de buenas a primeras, al descubrir que Francisco de Quevedo no resulta tan inapelable por estos andurriales, miramos el asunto como un examen de asimilaciones, es decir, como el anuncio de lo que la realidad ha de imponerle a nuestra urgencia de echar raíces en las avenidas de otros idiomas. Dicho más a las claras, tarde o temprano nuestro propio deambular de viviendas nos certificará que ya llegamos, ya estamos aquí, ya somos una más entre todas las alternancias domiciliarias de la ciudad. Entonces podremos expresar, sin identidades de artificio ni filiaciones de hipocresía, que se puede ser tampiqueño de Montreal, hispano insólito en las auroras boreales, pues este año nosotros también hemos salido a buscar una casa distinta para refugiarnos de un invierno que, dicho sea como de paso, se descifra tempranero en las noches demasiado frescas del verano.

Al final, experto en éxodos y doctor en peregrinajes, el transterrado presiente que su ciudad de acogida se le parece muchísimo. Somos su espejo más inesperado y su explicación más inopinada pues cada año los miles de inquilinos en busca de nuevas esperanzas se proyectan en nuestras memorias, son almas que nos aluden por cuanto ellos también han aprendido a fabricarse sus propias trashumancias. Al compartir con el recién llegado la certeza de que aquí nadie estará nunca en su casa —al menos no por mucho tiempo—, la isla de Montreal ha devenido en un mosaico urbano poblado solo por migrantes, nativos o adoptivos, según se prefiera. Nosotros, en este lado de tales reflejos, sumergidos en la marea de analogías culturales señalada líneas arriba, comenzaremos a decir, tal vez mañana mismo, y quizás también el año próximo, que la migración es el aprendizaje que nos alecciona en el arte de desempolvar los sueños a la menor provocación de los hastíos.

Quienquiera que lo haya vivido sabe de lo que va: el desarraigo es, además y sobre todo, un juego de perspectivas. Es el árbol que hace pensar en el bosque perdido, es la página cambiada donde se deletrean de otro modo las nacionalidades, ¿cómo decirlo?, es un eco hecho de calles ausentes y de amigos extraviados en la memoria.

Si acaso fuera posible decirlo sin cicatrices, cualquier migrante hablaría en voz alta de las mil razones por las que siempre estará de paso en su propio destino. Como rápido botón de muestra, los cerca de cuarenta millones de mexicanos en Norteamérica —entre tantas otras regiones que podrían utilizarse como ejemplo de tristezas— sabemos que el exilio es la esperanza fallida con que renovamos nuestros pasaportes, pues ojalá pudiésemos encontrar en ellos la fecha señalada para el regreso. Al traer a colación a varios de nuestros vagabundos más memorables, cuando el Cid llora su expulsión a la manera de Ulises, por ejemplo, o cuando don Quijote nos recuerda las expediciones de Marco Polo, entendemos que gracias a ellos el destierro ha adquirido, además, las palabras necesarias para explicarse como un ejercicio constante de analogías y de descubrimientos. Diríase, por lo tanto, que para los hijos expatriados de la calle Colón el mundo es un expresivo vaivén de (dis)paridades culturales, lo cual, si se piensa dos veces, también le provee a la experiencia un costado luminoso, pues las calles congeladas del Polo Norte nos hacen vivir los días, todos los días, en un estado de asombro permanente.

Una de tales sorpresas, en la inminencia de cada mes de julio, tiene que ver con la temporada de mudanzas en la isla de Montreal. Sí, cuando todos los inquilinos de la ciudad se lanzan a buscar nuevos domicilios, la vida transpira un anhelo incontrolable de cambiar los códigos postales de sus rutinas. Entonces abundan los anuncios del “se renta” y del “se vende”, y cualquiera de nuestros paseos naturaliza los camiones en las calles, las rampas de los cargadores —aquí por poco y digo “tamemes”—, las ofertas del servicio garantizado y las aceras obstruidas por el menaje y los cansancios… En suma, las avenidas del efímero verano boreal están convertidas ahora mismo en un espectáculo de tantas cosas, de rostros errantes, de cajas y cartones, de zunchos y mecates, de ixtles que sirven de flejes, de contratos firmados a la velocidad de los sueños y a veces también de portazos marcados por la suciedad de las despedidas.

Resulta increíble, ¿no es cierto?, y el migrante de la Plaza de Armas mira hacia esta cultura del trasiego anual con la frustración de nunca poder explicarla como es debido. Es más, los hijos de la lengua española, vengan de donde vengan y sea cual sea el dolor de sus exilios, nunca entenderemos del todo el ciclo de los alquileres en la isla de Montreal. Al respecto, mil veces he platicado el fenómeno con mis amigos colombianos —casi todos de Neiva o de Cartagena de Indias, acentos de rumba eterna y dichos de pelar los ojos—; la intriga que tal fiebre de traslados provoca, apenas y nos permite aventurar alguna que otra conjetura: al mudar de horizontes, tal pareciera que la ciudad busca un remedio contra los aburrimientos, como si al emigrar hacia otros callejones se aplicara un conjuro contra los fastidios. Después, por supuesto, las conversaciones derivan casi siempre hacia aquella película, también colombiana, “La estrategia del caracol”, y qué risa, era muy buena, y mientras dudamos del cineasta, ¿Sergio Cabrera?, recordamos ese drama social filmado en los años noventa, y qué risa otra vez, cuando un vecindario al completo mudaba todo un edificio, allá en Bogotá, piedra por piedra y esperanza por esperanza, para triunfar sobre las injusticias catastrales y también sobre los indebidos desalojos.

Ahora bien, la ciudad nórdica despliega tal convicción en sus jornadas de acarreo que uno no debe juzgarla con ligereza. Nos detenemos, la miramos, incluso la reflexionamos desde las citas de Quevedo: “nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres” —esto último es de “El buscón”, si la memoria no se me despeña—. Y de buenas a primeras, al descubrir que Francisco de Quevedo no resulta tan inapelable por estos andurriales, miramos el asunto como un examen de asimilaciones, es decir, como el anuncio de lo que la realidad ha de imponerle a nuestra urgencia de echar raíces en las avenidas de otros idiomas. Dicho más a las claras, tarde o temprano nuestro propio deambular de viviendas nos certificará que ya llegamos, ya estamos aquí, ya somos una más entre todas las alternancias domiciliarias de la ciudad. Entonces podremos expresar, sin identidades de artificio ni filiaciones de hipocresía, que se puede ser tampiqueño de Montreal, hispano insólito en las auroras boreales, pues este año nosotros también hemos salido a buscar una casa distinta para refugiarnos de un invierno que, dicho sea como de paso, se descifra tempranero en las noches demasiado frescas del verano.

Al final, experto en éxodos y doctor en peregrinajes, el transterrado presiente que su ciudad de acogida se le parece muchísimo. Somos su espejo más inesperado y su explicación más inopinada pues cada año los miles de inquilinos en busca de nuevas esperanzas se proyectan en nuestras memorias, son almas que nos aluden por cuanto ellos también han aprendido a fabricarse sus propias trashumancias. Al compartir con el recién llegado la certeza de que aquí nadie estará nunca en su casa —al menos no por mucho tiempo—, la isla de Montreal ha devenido en un mosaico urbano poblado solo por migrantes, nativos o adoptivos, según se prefiera. Nosotros, en este lado de tales reflejos, sumergidos en la marea de analogías culturales señalada líneas arriba, comenzaremos a decir, tal vez mañana mismo, y quizás también el año próximo, que la migración es el aprendizaje que nos alecciona en el arte de desempolvar los sueños a la menor provocación de los hastíos.