/ jueves 9 de enero de 2020

De la aventura de crecer

La infancia, campo de sueños que guardamos en nuestra memoria como tesoro y testigo fiel de que alguna vez en nuestra vida los dragones sí existieron y de que fuimos astronautas un día y al otro nos convertimos en soldados o en apaches, y donde un juguete era todo aquello que se encontraba a nuestro alrededor porque creer en lo imposible era pan de cada día.

Recuerdo la mayoría de las enseñanzas que de pequeña recibí de mi madre, sin embargo, hay una en especial que recuerdo con profunda nostagia porque por vez primera, fue la ocasión en que yo sola la aprendí.

Esta gran enseñanza que les comento sucedió dos días después del Día de Reyes, de hace 40 años, justo cuando recién habíamos terminado de mudarnos de aquella vieja vecindad donde fui tan feliz.

Esta gran experiencia la viví junto a Marisela, mi muñeca, cuyos brazos siempre se abrían para mí cuando lloraba y cuya hermosa cara sonreía siempre conmigo.

Cuántas aventuras corrimos juntas descubriendo enigmas en el gran patio de juegos de aquella humilde vecindad que era a un tiempo la superficie lunar, la playa o hasta la cancha de gimnasia de Montreal 76 donde yo era Nadia Comaneci y ella una admiradora.

Éramos inseparables, como suelen ser las buenas amigas, hasta aquel día en que nos cambiamos de casa y en la mudanza perdí a mi mejor amiga, mi muñeca Marisela.

Por más que supliqué a mi madre volver no lo hicimos hasta dos días después cuando un matrimonio recién se estaba mudando y limpiando aquel departamento donde nací, al preguntarle mi madre por mi muñeca, nerviosos contestaron que no habían encontrado nada y aunque lloré mucho, mi mamá me dijo que debíamos irnos y nos subimos al carro de ruta.

Con lágrimas escurriendo por mis mejillas volví mi cabeza para decir adiós a aquel viejo edificio azul donde nací, a aquel lugar de aventuras que fue mi hogar por 8 años y alcancé a ver a una pequeña niña, más pequeña que yo, salir de la casa del departamento de aquel matrimonio, era una niña que llevaba de esos aparatos de poliomielitis y que en brazos traía a mi muñeca...Mi llanto cesó cuando observé como la abrazaba y besaba y aunque pude haberle dicho a mi madre, no lo hice, pues comprendí que aquella niña necesitaba el cariño de Marisela tal como yo lo necesité un día y así me despedí de mi amiga y compañera de juegos y al decir adiós a ella y a aquel viejo edificio de la calle Insurgentes, también me despedí de mi primera infancia pues entendí que había llegado el tiempo de crecer.

La infancia, campo de sueños que guardamos en nuestra memoria como tesoro y testigo fiel de que alguna vez en nuestra vida los dragones sí existieron y de que fuimos astronautas un día y al otro nos convertimos en soldados o en apaches, y donde un juguete era todo aquello que se encontraba a nuestro alrededor porque creer en lo imposible era pan de cada día.

Recuerdo la mayoría de las enseñanzas que de pequeña recibí de mi madre, sin embargo, hay una en especial que recuerdo con profunda nostagia porque por vez primera, fue la ocasión en que yo sola la aprendí.

Esta gran enseñanza que les comento sucedió dos días después del Día de Reyes, de hace 40 años, justo cuando recién habíamos terminado de mudarnos de aquella vieja vecindad donde fui tan feliz.

Esta gran experiencia la viví junto a Marisela, mi muñeca, cuyos brazos siempre se abrían para mí cuando lloraba y cuya hermosa cara sonreía siempre conmigo.

Cuántas aventuras corrimos juntas descubriendo enigmas en el gran patio de juegos de aquella humilde vecindad que era a un tiempo la superficie lunar, la playa o hasta la cancha de gimnasia de Montreal 76 donde yo era Nadia Comaneci y ella una admiradora.

Éramos inseparables, como suelen ser las buenas amigas, hasta aquel día en que nos cambiamos de casa y en la mudanza perdí a mi mejor amiga, mi muñeca Marisela.

Por más que supliqué a mi madre volver no lo hicimos hasta dos días después cuando un matrimonio recién se estaba mudando y limpiando aquel departamento donde nací, al preguntarle mi madre por mi muñeca, nerviosos contestaron que no habían encontrado nada y aunque lloré mucho, mi mamá me dijo que debíamos irnos y nos subimos al carro de ruta.

Con lágrimas escurriendo por mis mejillas volví mi cabeza para decir adiós a aquel viejo edificio azul donde nací, a aquel lugar de aventuras que fue mi hogar por 8 años y alcancé a ver a una pequeña niña, más pequeña que yo, salir de la casa del departamento de aquel matrimonio, era una niña que llevaba de esos aparatos de poliomielitis y que en brazos traía a mi muñeca...Mi llanto cesó cuando observé como la abrazaba y besaba y aunque pude haberle dicho a mi madre, no lo hice, pues comprendí que aquella niña necesitaba el cariño de Marisela tal como yo lo necesité un día y así me despedí de mi amiga y compañera de juegos y al decir adiós a ella y a aquel viejo edificio de la calle Insurgentes, también me despedí de mi primera infancia pues entendí que había llegado el tiempo de crecer.