/ jueves 19 de marzo de 2020

El otro gallo | El pequeño libro

Siempre fui una niña solitaria, quizá por ello desarrollé un gusto casi amoroso por la lectura, devoraba cualquier libro que cayera en mis manos y recuerdo especialmente una edición económica de Editorial Bruguera de "La guerra de los mundos", de H.G. Wells.

Era un libro pequeño e ilustrado, de color mostaza y pasta dura, el cual tenía impresa en la carátula el rostro de una mujer con la cara de espanto más horrible que en mis doce años de vida haya visto, detrás de su rostro se observaba que era perseguida por una especie de trípode que emitía rayos.

Ignoraba hasta el momento que mi hermana me lo obsequió, el impacto que causaría en mí aquel pequeño libro y así con la expectativa de descubrir qué maravillas guardaba comencé a leerlo un domingo caluroso del verano de 1983, nunca olvidaré ese día porque por vez primera no me levanté de la mecedora de mi madre hasta no concluir su lectura y al cerrar la tapa, sentí un sabor de boca más que agradable y con lágrimas rodando por mis mejillas me sentí orgullosa de ser humana.

De pronto una sensación de júbilo inundó mi ser y sonriendo agradecí, como sólo una niña puede hacerlo, al universo de pertenecer al género que era capaz de acciones tan loables, épicas y reconfortantes como ayudarse entre sí cuando una amenaza se cierne sobre la humanidad en su conjunto.

Cualquiera que haya leído el libro comprenderá de lo que hablo. Hoy en día vivimos realmente una amenaza sobre todos nosotros y, tal como en el libro, leyendas urbanas se han generado en torno a este mal que nos acecha, diversas versiones se escuchan aquí y allá por todas partes del mundo y, aunque sé que no es una novela de ciencia ficción, ayer escuché la buena noticia de que al fin, después de muchas muertes, China ya tiene una vacuna. De pronto ese mismo sentimiento que experimenté al leer aquel libro lo experimenté ayer pues una sensación de bienestar y dicha invadió mi ser al sentirme orgullosa de que en el mundo, aún, una parte de las personas desean el bien común y se esfuerzan todos los días para ayudar a los demás.

Quizá lo que aquí escribo para muchos sea estúpido, pasado de moda o “ñoño”, pero en un mundo donde se han desgastado los valores, donde la violencia reina cada día y donde tener dinero es ser alguien, se precisa saber que casi al punto de aniquilamiento de la raza humana hay todavía esperanza cuando vemos la grandiosidad de la ayuda entre nosotros mismos. Cuando el intelecto se pone a trabajar correctamente en busca de soluciones y no de acusar o ridiculizar a otro, cuando el bien común se antepone al bien individual y cuando al final del túnel se ve una pequeña luz que es la esperanza, que al fin de cuentas es lo que ha forjado los grandes avances científicos por siglos, y que tanto en la realidad como en la ficción, el luchar solidariamente por una causa une pueblos y pensamientos y deja, al igual que aquel pequeño libro, un buen sabor de boca cuando se cierra la tapa.

Siempre fui una niña solitaria, quizá por ello desarrollé un gusto casi amoroso por la lectura, devoraba cualquier libro que cayera en mis manos y recuerdo especialmente una edición económica de Editorial Bruguera de "La guerra de los mundos", de H.G. Wells.

Era un libro pequeño e ilustrado, de color mostaza y pasta dura, el cual tenía impresa en la carátula el rostro de una mujer con la cara de espanto más horrible que en mis doce años de vida haya visto, detrás de su rostro se observaba que era perseguida por una especie de trípode que emitía rayos.

Ignoraba hasta el momento que mi hermana me lo obsequió, el impacto que causaría en mí aquel pequeño libro y así con la expectativa de descubrir qué maravillas guardaba comencé a leerlo un domingo caluroso del verano de 1983, nunca olvidaré ese día porque por vez primera no me levanté de la mecedora de mi madre hasta no concluir su lectura y al cerrar la tapa, sentí un sabor de boca más que agradable y con lágrimas rodando por mis mejillas me sentí orgullosa de ser humana.

De pronto una sensación de júbilo inundó mi ser y sonriendo agradecí, como sólo una niña puede hacerlo, al universo de pertenecer al género que era capaz de acciones tan loables, épicas y reconfortantes como ayudarse entre sí cuando una amenaza se cierne sobre la humanidad en su conjunto.

Cualquiera que haya leído el libro comprenderá de lo que hablo. Hoy en día vivimos realmente una amenaza sobre todos nosotros y, tal como en el libro, leyendas urbanas se han generado en torno a este mal que nos acecha, diversas versiones se escuchan aquí y allá por todas partes del mundo y, aunque sé que no es una novela de ciencia ficción, ayer escuché la buena noticia de que al fin, después de muchas muertes, China ya tiene una vacuna. De pronto ese mismo sentimiento que experimenté al leer aquel libro lo experimenté ayer pues una sensación de bienestar y dicha invadió mi ser al sentirme orgullosa de que en el mundo, aún, una parte de las personas desean el bien común y se esfuerzan todos los días para ayudar a los demás.

Quizá lo que aquí escribo para muchos sea estúpido, pasado de moda o “ñoño”, pero en un mundo donde se han desgastado los valores, donde la violencia reina cada día y donde tener dinero es ser alguien, se precisa saber que casi al punto de aniquilamiento de la raza humana hay todavía esperanza cuando vemos la grandiosidad de la ayuda entre nosotros mismos. Cuando el intelecto se pone a trabajar correctamente en busca de soluciones y no de acusar o ridiculizar a otro, cuando el bien común se antepone al bien individual y cuando al final del túnel se ve una pequeña luz que es la esperanza, que al fin de cuentas es lo que ha forjado los grandes avances científicos por siglos, y que tanto en la realidad como en la ficción, el luchar solidariamente por una causa une pueblos y pensamientos y deja, al igual que aquel pequeño libro, un buen sabor de boca cuando se cierra la tapa.