/ jueves 16 de abril de 2020

El otro gallo | La fortaleza

Madero tiene olor a nostalgia y en las tardes de lluvia se hace más intenso como un perfume que penetra el alma, como el canto de las sirenas que reposan de su larga travesía sobre las escolleras, mientras las madres sentadas en sus mecedoras tejen ilusiones para sus hijos resguardando su hogares.

De niña, cuando había tormenta, yo tenía miedo. Un miedo literario casi teatral...casi infinito. Un miedo a que se colara un torbellino dentro de la casa y nos arrebatara todo.

La desvencijada puerta de madera, única barrera entre el mundo y nuestra casa en aquella vecindad de la calle Insurgentes de la colonia Árbol Grande, se agitaba con rapidez al compás del viento, como si cada agitación fuese la última. Al verla tal cual como una hoja al viento, temerosa pensaba que rompería la frágil fortaleza que mi madre había hecho para resguardarnos a mi hermana y a mí.

Las horas previas a la tormenta eran las últimas de confianza...velas, agua, cerillos, leche, bolillos, un frasco de café y una Biblia abierta en la mesa era todo lo que mi madre necesitaba para proteger a sus niñas y sobrevivir a la tempestad.

La lluvia refrescaba el piso de cemento que me gustaba pisar descalza mientras me subía a mi moto amarilla con negro y recorría la sala metiéndome debajo de la mesa del antecomedor a pesar de los sonoros gritos de advertencia de mi madre.

Recuerdo haber pensado muchas veces que las tormentas eran algo sobrenatural y malo y que sus rayos eran monstruos que vociferaban con voz de trueno regaños a las personas que temerosas corrían de un lado para otro sin saber qué hacer y que con el miedo por sombrero trataban de ocultarse de la furia de la tormenta y de sus monstruos, y creo que hasta quizá pedían perdón a Dios por sus actos.

En casa, la calma reinaba y nada la inmutaba, cuando la luz se iba mi madre encendía las velas de parafina, no de cebo, así era como ella las prefería aunque fuesen caras, y nos sentábamos a esperar no sé qué, pero siempre lo hacíamos.

Y así sentadas en los sillones amarillos mi hermana y yo esperábamos mientras el viento soplando con furia, como "el lobo feroz", deseaba tirar la puerta y colarse dentro de nuestra fortaleza, lo cual me atemorizaba.

A pesar de aquel miedo me gustaba aquella atmósfera casi en penumbras, donde mi madre sentada en su mecedora blanca, como reina en su trono, rezaba los Salmos en voz alta mientras yo veía absorta cómo la tenue luz de las velas descubría los rostros de mi hermana y de ella, mientras que a ratos el viento que lograba colarse por los pequeños agujeros de la puerta se posaba encima de las llamas de las velas en un juego eterno por intentar apagarlas.

Cuando la lluvia cesaba y el viento se tornaba tranquilo, el azul del cielo volvía y se podía escuchar a los pájaros trinar y la luz regresaba como la hija pródiga.

Cuando mi madre veía esto dejaba la Biblia abierta sobre la mesa y se dirigía a la cocina donde ponía a hervir leche y nos sentaba a la mesa. Cuando esto sucedía sabía que todo estaba bien y que nuestra fortaleza, que yo pensaba era aquella casa en aquella vecindad, había resistido una tormenta más...qué equivocada estaba.

Ahora que mi madre ya no está y que aquella vecindad ya no existe y que mi infancia ha quedado atrás, comprendo que la fortaleza que mi madre tejió para nosotras no era una casa o unos cuantos víveres, la fortaleza que ella tejió en su mecedora para nosotras fue la de hacer frente a la adversidad con lo que tuviéramos a mano.

Los hilos de esa fortaleza, ahora lo comprendo, eran una metáfora donde la leche y los bolillos era los víveres a la mano; donde la puerta desvencijada representaba nuestra alma y nuestro carácter, y donde la luz y la Biblia representaban nuestra fe.

Por ello ahora que soy adulta y que pasado mañana cumple años de muerta ese roble que era mi madre, le agradezco la gran lección que tejió para nosotras en la que nos enseñó a sobrevivir a cualquier tormenta, porque nuestra fortaleza está dentro de nosotras.

Madero tiene olor a nostalgia y en las tardes de lluvia se hace más intenso como un perfume que penetra el alma, como el canto de las sirenas que reposan de su larga travesía sobre las escolleras, mientras las madres sentadas en sus mecedoras tejen ilusiones para sus hijos resguardando su hogares.

De niña, cuando había tormenta, yo tenía miedo. Un miedo literario casi teatral...casi infinito. Un miedo a que se colara un torbellino dentro de la casa y nos arrebatara todo.

La desvencijada puerta de madera, única barrera entre el mundo y nuestra casa en aquella vecindad de la calle Insurgentes de la colonia Árbol Grande, se agitaba con rapidez al compás del viento, como si cada agitación fuese la última. Al verla tal cual como una hoja al viento, temerosa pensaba que rompería la frágil fortaleza que mi madre había hecho para resguardarnos a mi hermana y a mí.

Las horas previas a la tormenta eran las últimas de confianza...velas, agua, cerillos, leche, bolillos, un frasco de café y una Biblia abierta en la mesa era todo lo que mi madre necesitaba para proteger a sus niñas y sobrevivir a la tempestad.

La lluvia refrescaba el piso de cemento que me gustaba pisar descalza mientras me subía a mi moto amarilla con negro y recorría la sala metiéndome debajo de la mesa del antecomedor a pesar de los sonoros gritos de advertencia de mi madre.

Recuerdo haber pensado muchas veces que las tormentas eran algo sobrenatural y malo y que sus rayos eran monstruos que vociferaban con voz de trueno regaños a las personas que temerosas corrían de un lado para otro sin saber qué hacer y que con el miedo por sombrero trataban de ocultarse de la furia de la tormenta y de sus monstruos, y creo que hasta quizá pedían perdón a Dios por sus actos.

En casa, la calma reinaba y nada la inmutaba, cuando la luz se iba mi madre encendía las velas de parafina, no de cebo, así era como ella las prefería aunque fuesen caras, y nos sentábamos a esperar no sé qué, pero siempre lo hacíamos.

Y así sentadas en los sillones amarillos mi hermana y yo esperábamos mientras el viento soplando con furia, como "el lobo feroz", deseaba tirar la puerta y colarse dentro de nuestra fortaleza, lo cual me atemorizaba.

A pesar de aquel miedo me gustaba aquella atmósfera casi en penumbras, donde mi madre sentada en su mecedora blanca, como reina en su trono, rezaba los Salmos en voz alta mientras yo veía absorta cómo la tenue luz de las velas descubría los rostros de mi hermana y de ella, mientras que a ratos el viento que lograba colarse por los pequeños agujeros de la puerta se posaba encima de las llamas de las velas en un juego eterno por intentar apagarlas.

Cuando la lluvia cesaba y el viento se tornaba tranquilo, el azul del cielo volvía y se podía escuchar a los pájaros trinar y la luz regresaba como la hija pródiga.

Cuando mi madre veía esto dejaba la Biblia abierta sobre la mesa y se dirigía a la cocina donde ponía a hervir leche y nos sentaba a la mesa. Cuando esto sucedía sabía que todo estaba bien y que nuestra fortaleza, que yo pensaba era aquella casa en aquella vecindad, había resistido una tormenta más...qué equivocada estaba.

Ahora que mi madre ya no está y que aquella vecindad ya no existe y que mi infancia ha quedado atrás, comprendo que la fortaleza que mi madre tejió para nosotras no era una casa o unos cuantos víveres, la fortaleza que ella tejió en su mecedora para nosotras fue la de hacer frente a la adversidad con lo que tuviéramos a mano.

Los hilos de esa fortaleza, ahora lo comprendo, eran una metáfora donde la leche y los bolillos era los víveres a la mano; donde la puerta desvencijada representaba nuestra alma y nuestro carácter, y donde la luz y la Biblia representaban nuestra fe.

Por ello ahora que soy adulta y que pasado mañana cumple años de muerta ese roble que era mi madre, le agradezco la gran lección que tejió para nosotras en la que nos enseñó a sobrevivir a cualquier tormenta, porque nuestra fortaleza está dentro de nosotras.