/ jueves 19 de diciembre de 2019

La ausencia de Santa

El ruido ensordecedor de los coches que presurosos van a ninguna parte, las mujeres que en tribu gustan devorar los estantes de las tiendas, los niños que contagiados de la prisa de los adultos toman el juguete más próximo a su alcance y corren por los pasillos de los centros comerciales tal como reos fugitivos o como si compitieran en una maratón.

Todos en los días previos a la Nochebuena ansían encontrar la mejor oferta, el mejor obsequio, hacer la mejor compra para lucir en la cena. Ansían regalar lo mejor a quien ni siquiera estiman, tan solo para guardar las normas del trato social, las apariencias y, porqué no, un estatus que no existe...

Me niego a pensar que la algarabía por la Nochebuena se haya convertido en algo meramente comercial y superfluo y que los buenos deseos no sean más que clichés y que el deseo de compartir la mesa no sea más que un pretexto cualquiera para beber un par de tragos.

El chocar de las copas mientras la música provoca subir el tono de las conversaciones que empiezan con risas y en ocasiones con críticas disfrazadas de broma pero que calan no por el significado, sino por quien las dice. Las reuniones familiares o de amigos en esta época han perdido la connotación que debería ser lo único que las motivara: el deseo de estar con los que realmente amamos, sean familia o no.

Recuerdo con gusto las navidades al lado de mi madre cuando niña, donde las únicas asistentes a la reunión éramos mi hermana, mi madre y yo. En donde el menú era delicioso con independencia de lo que fuese y donde la alegría no provenía de bellos vestidos o de regalos, sino de colocar tarjetas viejas de Navidad en el desvencijado árbol que, desnutrido y todo, se mantenía en pie, provenía de ponerme la boa de brillosa escarcha como bufanda y de las correteadas que mi madre me daba chancla en mano si no me comía el bacalao que hacía y que, aunque rico, le quedaba muy salado.

La felicidad provenía de ver cómo mamá nos sentaba a la mesa mientras ella servía la comida con solemnidad como si estuviésemos en un palacio y mi hermana y yo fuésemos princesas.

Recuerdo esas navidades donde el viento frío que entraba por la desvencijada puerta de madera se detenía avergonzado del calor humano que sentía dentro, y donde Santa Claus no aparecía porque él sabía que en esa casa, en aquella vieja vecindad, no se necesitaba su presencia, pues estaba colmada de los mejores regalos que se pueden pedir: amor y compañía sincera.

El ruido ensordecedor de los coches que presurosos van a ninguna parte, las mujeres que en tribu gustan devorar los estantes de las tiendas, los niños que contagiados de la prisa de los adultos toman el juguete más próximo a su alcance y corren por los pasillos de los centros comerciales tal como reos fugitivos o como si compitieran en una maratón.

Todos en los días previos a la Nochebuena ansían encontrar la mejor oferta, el mejor obsequio, hacer la mejor compra para lucir en la cena. Ansían regalar lo mejor a quien ni siquiera estiman, tan solo para guardar las normas del trato social, las apariencias y, porqué no, un estatus que no existe...

Me niego a pensar que la algarabía por la Nochebuena se haya convertido en algo meramente comercial y superfluo y que los buenos deseos no sean más que clichés y que el deseo de compartir la mesa no sea más que un pretexto cualquiera para beber un par de tragos.

El chocar de las copas mientras la música provoca subir el tono de las conversaciones que empiezan con risas y en ocasiones con críticas disfrazadas de broma pero que calan no por el significado, sino por quien las dice. Las reuniones familiares o de amigos en esta época han perdido la connotación que debería ser lo único que las motivara: el deseo de estar con los que realmente amamos, sean familia o no.

Recuerdo con gusto las navidades al lado de mi madre cuando niña, donde las únicas asistentes a la reunión éramos mi hermana, mi madre y yo. En donde el menú era delicioso con independencia de lo que fuese y donde la alegría no provenía de bellos vestidos o de regalos, sino de colocar tarjetas viejas de Navidad en el desvencijado árbol que, desnutrido y todo, se mantenía en pie, provenía de ponerme la boa de brillosa escarcha como bufanda y de las correteadas que mi madre me daba chancla en mano si no me comía el bacalao que hacía y que, aunque rico, le quedaba muy salado.

La felicidad provenía de ver cómo mamá nos sentaba a la mesa mientras ella servía la comida con solemnidad como si estuviésemos en un palacio y mi hermana y yo fuésemos princesas.

Recuerdo esas navidades donde el viento frío que entraba por la desvencijada puerta de madera se detenía avergonzado del calor humano que sentía dentro, y donde Santa Claus no aparecía porque él sabía que en esa casa, en aquella vieja vecindad, no se necesitaba su presencia, pues estaba colmada de los mejores regalos que se pueden pedir: amor y compañía sincera.