/ domingo 16 de febrero de 2020

Felipe

Felipe era un buen hombre: alegre, desprendido… buen amigo. Su carácter le había granjeado numerosas amistades; lo respetaban; sus jefes le reconocían su dedicación y esmero en el trabajo.

Obrero de pico y pala, Felipe había participado en la construcción de muchas casas, muchos edificios…, aunque ninguna era para él; sin embargo, se sentía satisfecho.

Un día, después de una agotadora jornada de trabajo, regresó a casa deseoso de cenar, bañarse y abrazar a su esposa. Cuando llegó, algo le pareció extraño; las luces apagadas, la puerta cerrada con doble llave y su esposa no respondía a su llamado. Abrió la puerta, encendió las luces, se asomó a la cocina y, en el único cuarto de la casa… no se encontraba su esposa; los cajones de la ropa de ella estaban vacíos; un papel con un mensaje manuscrito se encontraba recargado en el florero de centro de mesa que decía:

“Lo siento Felipe, ya no me es posible, el matrimonio no es para mí”.

Felipe no podía creerlo, todo aquello le parecía una broma, una broma de mal gusto. Leyó y releyó varias veces el inquietante mensaje y, como hipnotizado, permaneció sentado varios minutos en una silla del comedor. Aquello le parecía inexplicable…, él se creía buen marido.

Despertando de su letargo, salió en busca de su mujer…, a buscar respuestas de lo que le parecía irreal… una pesadilla. Así, duró varios días y la incertidumbre seguía…, y no encontraba respuestas.

En la noche del cuarto día, exhausto y abatido, arrinconado en una mugrienta y maloliente cantina, se sentía el protagonista de melancólica canción:

"Estoy en el rincón de una cantiinaaa, oyendo una canción que yo pedííí…"

Después de consumir la última gota de la última botella de tequila y haberse gastado hasta el último centavo de su exiguo salario, se retiró trastabillando camino a la calle… sin número de llegada… sin rumbo… sin destino… sin esperanza.

Casi de madrugada, y con las gotas de rocío que le humedecían hasta su corazón, tropezó con un anciano que dormía en un sucio y oscuro callejón; pedazos de viejos y arrugados periódicos le servían de cobija.

Felipe se hizo a un lado y, entre pastosos balbuceos, ofreció disculpas al anciano, para continuar su camino hacia algún lugar que aún desconocía.

—¡¡Hey, amigo!! —le gritó el anciano con un tono más de invitación que de reclamo—, ¿por qué me despiertas y enseguida te vas?

—Disculpe señor, no era mi intención molestarle, algo me trajo hasta aquí y sin querer irrumpí su sueño; por favor disculpe usted.

—Pues ya me despertaste —contesta de manera molesta—, ahora dime, ¿qué diantres haces por estos rumbos, y a estas horas de la madrugada?

—No lo sé, señor, no entiendo qué estoy haciendo aquí; no sé a dónde quiero ir… estoy muy cansado, quiero llegar a algún lugar… donde no existan los recuerdos… y las penas se puedan olvidar.

—Por lo que veo, amigo, llevas una de esas penas que oprimen el alma y perturban la mente —responde el vagabundo—; pero… aunque soy una persona muy ocupada puedes platicarme… si es que lo quieres; cuéntame eso que tanto te aqueja. Para Felipe, la necesidad de desahogarse de sus penas superaba las ganas de alejarse de aquel lugar y encontrar refugio dónde dormir y descansar. Los días dedicados a sus lamentos y penas cobraban tributo y su cuerpo así lo revelaba.

Entre sollozos y balbuceos, Felipe empezó a comentarle al anciano los motivos de aquella su tristeza, que como acíbar le amargaba el alma y que se reflejaba en su desmejorada y lastimosa figura. El anciano pronto comprendió que aquel hombre revelaba la necesidad de mondar todo aquello que tanto le abatía y acongojaba.

—Son duras las penas del desamor —le dice el vagabundo; una vez que pacientemente escuchara al inesperado visitante—; luchar por un amor son batallas que con esperanza puedes esperar el triunfo, pero las batallas contra el desamor son batallas en donde al pesimismo debes escuchar. Cuando el amor nos deja es difícil marcarle el camino del regreso.

—¿Entonces… cuál es mi camino? —responde Felipe.

—El tuyo precisamente, el construido por ti y para ti.

—Perdone mi torpeza e ignorancia señor…, en estos momentos no tengo cabeza para entender del todo.

—Sí amigo, sin duda el amor que se nos da en cualquiera de sus manifestaciones nos ayuda a lograr la meta a la que todos aspiramos… el ser feliz; pero se debe tener presente que el recipiente de tales sentimientos somos nosotros mismos, y que somos nosotros mismos quienes le damos forma y tamaño a nuestra felicidad.

—Parece confuso, señor —contesta tímidamente Felipe.

—Lo que te quiero decir, amigo, es que se debe ser receptivo a todo aquello que nos haga sentir bien; pero no puedes basar tu felicidad en lo que se te da, sino en lo que tú forjas para ti mismo. Si tu mujer te dejó de proporcionar amor, cariño, cuidados o… qué sé yo; guárdale cierto tiempo el luto a tu decepción, pero sigue construyendo tu vida, cuyo destino deberá ser la satisfacción personalísima de ser el constructor y destinatario de tu propia felicidad.

—Parece fácil —contesta Felipe—, pero no creo que lo sea.

—Nadie dice que sea fácil, joven amigo; pero en lugar de regodear tu pena con lamentaciones y llantos; en nublar tu conciencia con remedios etílicos que agudizan tu angustia, platícale a la luna y a las estrellas tus penas, un poco de locura alivian el alma, lo dicen los poetas y ellos son sus trovadores.

Aquellas palabras, a pesar de la pesadez de sus emociones, parecían vislumbrar un rayo de luz que alumbrara prometedoramente el oscuro camino en que se encontraba Felipe.

Felipe agradeció al anciano el haberle escuchado; el haberle brindado aquellos sabios consejos; para después ver alejarse lentamente la figura del vagabundo que se perdía entre las caprichosas sombras de la agónica noche, para disiparse poco a poco entre la neblina luminosa de la luna llena.

Durante mucho tiempo, Felipe recordaría aquellas palabras que, en un momento de gran confusión, le invitaban a recobrar la fe en sí mismo, y el hacerle sentir que en él y solo en él, debería buscar la felicidad.

Tiempo después…, varios años después, con el alma totalmente resarcida de su anterior episodio amoroso, Felipe se convirtió en un hombre robustecido de satisfacción y confianza. Recordando el episodio con el vagabundo, sintió enorme deseo de reencontrarse con él…, aquel quien en una noche de infortunio le conoció en un sucio y maloliente callejón.

Llegó en el ocaso de un día de caluroso verano. En el mismo lugar esperó impaciente al vagabundo: suponía que llegaría en cualquier momento.

El tiempo transcurrió sin que se diera el anhelado arribo. Felipe esperó hasta muy entrada la noche…y el anciano… no llegaba; apesadumbrado, se retiró a dormir, pero prometiéndose regresar en cuanto amaneciera.

Esa mañana, y tal como se lo prometió, se presentó al lugar… sin encontrar de nuevo algún rastro del vagabundo. Un tanto decepcionado se fue tocando de puerta en puerta, a la vez que preguntaba a cada uno de los vecinos del sucio y maloliente callejón, sobre la existencia del vagabundo. A pesar de que muchos de ellos eran vecinos del lugar durante muchos años, afirmaban nunca haberlo visto, diciendo desconocer su existencia.

Aquello desconcertó a Felipe, dejándole una gran interrogante sobre la identidad del misterioso vagabundo quien, con sabias palabras, supo guiarle a reencontrar el camino a su felicidad.

Después de consumir la última gota de la última botella de tequila y haberse gastado hasta el último centavo de su exiguo salario, se retiró trastabillando camino a la calle

Felipe era un buen hombre: alegre, desprendido… buen amigo. Su carácter le había granjeado numerosas amistades; lo respetaban; sus jefes le reconocían su dedicación y esmero en el trabajo.

Obrero de pico y pala, Felipe había participado en la construcción de muchas casas, muchos edificios…, aunque ninguna era para él; sin embargo, se sentía satisfecho.

Un día, después de una agotadora jornada de trabajo, regresó a casa deseoso de cenar, bañarse y abrazar a su esposa. Cuando llegó, algo le pareció extraño; las luces apagadas, la puerta cerrada con doble llave y su esposa no respondía a su llamado. Abrió la puerta, encendió las luces, se asomó a la cocina y, en el único cuarto de la casa… no se encontraba su esposa; los cajones de la ropa de ella estaban vacíos; un papel con un mensaje manuscrito se encontraba recargado en el florero de centro de mesa que decía:

“Lo siento Felipe, ya no me es posible, el matrimonio no es para mí”.

Felipe no podía creerlo, todo aquello le parecía una broma, una broma de mal gusto. Leyó y releyó varias veces el inquietante mensaje y, como hipnotizado, permaneció sentado varios minutos en una silla del comedor. Aquello le parecía inexplicable…, él se creía buen marido.

Despertando de su letargo, salió en busca de su mujer…, a buscar respuestas de lo que le parecía irreal… una pesadilla. Así, duró varios días y la incertidumbre seguía…, y no encontraba respuestas.

En la noche del cuarto día, exhausto y abatido, arrinconado en una mugrienta y maloliente cantina, se sentía el protagonista de melancólica canción:

"Estoy en el rincón de una cantiinaaa, oyendo una canción que yo pedííí…"

Después de consumir la última gota de la última botella de tequila y haberse gastado hasta el último centavo de su exiguo salario, se retiró trastabillando camino a la calle… sin número de llegada… sin rumbo… sin destino… sin esperanza.

Casi de madrugada, y con las gotas de rocío que le humedecían hasta su corazón, tropezó con un anciano que dormía en un sucio y oscuro callejón; pedazos de viejos y arrugados periódicos le servían de cobija.

Felipe se hizo a un lado y, entre pastosos balbuceos, ofreció disculpas al anciano, para continuar su camino hacia algún lugar que aún desconocía.

—¡¡Hey, amigo!! —le gritó el anciano con un tono más de invitación que de reclamo—, ¿por qué me despiertas y enseguida te vas?

—Disculpe señor, no era mi intención molestarle, algo me trajo hasta aquí y sin querer irrumpí su sueño; por favor disculpe usted.

—Pues ya me despertaste —contesta de manera molesta—, ahora dime, ¿qué diantres haces por estos rumbos, y a estas horas de la madrugada?

—No lo sé, señor, no entiendo qué estoy haciendo aquí; no sé a dónde quiero ir… estoy muy cansado, quiero llegar a algún lugar… donde no existan los recuerdos… y las penas se puedan olvidar.

—Por lo que veo, amigo, llevas una de esas penas que oprimen el alma y perturban la mente —responde el vagabundo—; pero… aunque soy una persona muy ocupada puedes platicarme… si es que lo quieres; cuéntame eso que tanto te aqueja. Para Felipe, la necesidad de desahogarse de sus penas superaba las ganas de alejarse de aquel lugar y encontrar refugio dónde dormir y descansar. Los días dedicados a sus lamentos y penas cobraban tributo y su cuerpo así lo revelaba.

Entre sollozos y balbuceos, Felipe empezó a comentarle al anciano los motivos de aquella su tristeza, que como acíbar le amargaba el alma y que se reflejaba en su desmejorada y lastimosa figura. El anciano pronto comprendió que aquel hombre revelaba la necesidad de mondar todo aquello que tanto le abatía y acongojaba.

—Son duras las penas del desamor —le dice el vagabundo; una vez que pacientemente escuchara al inesperado visitante—; luchar por un amor son batallas que con esperanza puedes esperar el triunfo, pero las batallas contra el desamor son batallas en donde al pesimismo debes escuchar. Cuando el amor nos deja es difícil marcarle el camino del regreso.

—¿Entonces… cuál es mi camino? —responde Felipe.

—El tuyo precisamente, el construido por ti y para ti.

—Perdone mi torpeza e ignorancia señor…, en estos momentos no tengo cabeza para entender del todo.

—Sí amigo, sin duda el amor que se nos da en cualquiera de sus manifestaciones nos ayuda a lograr la meta a la que todos aspiramos… el ser feliz; pero se debe tener presente que el recipiente de tales sentimientos somos nosotros mismos, y que somos nosotros mismos quienes le damos forma y tamaño a nuestra felicidad.

—Parece confuso, señor —contesta tímidamente Felipe.

—Lo que te quiero decir, amigo, es que se debe ser receptivo a todo aquello que nos haga sentir bien; pero no puedes basar tu felicidad en lo que se te da, sino en lo que tú forjas para ti mismo. Si tu mujer te dejó de proporcionar amor, cariño, cuidados o… qué sé yo; guárdale cierto tiempo el luto a tu decepción, pero sigue construyendo tu vida, cuyo destino deberá ser la satisfacción personalísima de ser el constructor y destinatario de tu propia felicidad.

—Parece fácil —contesta Felipe—, pero no creo que lo sea.

—Nadie dice que sea fácil, joven amigo; pero en lugar de regodear tu pena con lamentaciones y llantos; en nublar tu conciencia con remedios etílicos que agudizan tu angustia, platícale a la luna y a las estrellas tus penas, un poco de locura alivian el alma, lo dicen los poetas y ellos son sus trovadores.

Aquellas palabras, a pesar de la pesadez de sus emociones, parecían vislumbrar un rayo de luz que alumbrara prometedoramente el oscuro camino en que se encontraba Felipe.

Felipe agradeció al anciano el haberle escuchado; el haberle brindado aquellos sabios consejos; para después ver alejarse lentamente la figura del vagabundo que se perdía entre las caprichosas sombras de la agónica noche, para disiparse poco a poco entre la neblina luminosa de la luna llena.

Durante mucho tiempo, Felipe recordaría aquellas palabras que, en un momento de gran confusión, le invitaban a recobrar la fe en sí mismo, y el hacerle sentir que en él y solo en él, debería buscar la felicidad.

Tiempo después…, varios años después, con el alma totalmente resarcida de su anterior episodio amoroso, Felipe se convirtió en un hombre robustecido de satisfacción y confianza. Recordando el episodio con el vagabundo, sintió enorme deseo de reencontrarse con él…, aquel quien en una noche de infortunio le conoció en un sucio y maloliente callejón.

Llegó en el ocaso de un día de caluroso verano. En el mismo lugar esperó impaciente al vagabundo: suponía que llegaría en cualquier momento.

El tiempo transcurrió sin que se diera el anhelado arribo. Felipe esperó hasta muy entrada la noche…y el anciano… no llegaba; apesadumbrado, se retiró a dormir, pero prometiéndose regresar en cuanto amaneciera.

Esa mañana, y tal como se lo prometió, se presentó al lugar… sin encontrar de nuevo algún rastro del vagabundo. Un tanto decepcionado se fue tocando de puerta en puerta, a la vez que preguntaba a cada uno de los vecinos del sucio y maloliente callejón, sobre la existencia del vagabundo. A pesar de que muchos de ellos eran vecinos del lugar durante muchos años, afirmaban nunca haberlo visto, diciendo desconocer su existencia.

Aquello desconcertó a Felipe, dejándole una gran interrogante sobre la identidad del misterioso vagabundo quien, con sabias palabras, supo guiarle a reencontrar el camino a su felicidad.

Después de consumir la última gota de la última botella de tequila y haberse gastado hasta el último centavo de su exiguo salario, se retiró trastabillando camino a la calle