/ domingo 5 de diciembre de 2021

Y ahora... ¿a quién le preguntamos?

anécdota de que al día siguiente del fallecimiento del filósofo francés Jean-Paul Sartre un periódico encabezó su portada con la pregunta, y ahora ¿a quién le preguntamos?, enfatizando con ello la importancia de la figura intelectual que había dominado la segunda mitad del siglo XX, y que, como tal, se había convertido en referencia obligada para dar respuesta y sentido en momentos de crisis a la sociedad.

La figura del intelectual tal y como hoy en día lo entendemos, tiene su origen en las postrimerías del siglo XIX, si bien antes hubo filósofos cuya obra ejerce influencia incluso hasta nuestros días, pero lo que los diferencia respecto a los intelectuales modernos radica en dos cosas, la primera es la toma de posición política, y la segunda es que, a diferencia de todos aquellos que ejercieron actividades intelectuales en la era de la ilustración, el intelectual moderno ya no tendrá como interlocutor a las élites y las Cortes, sino a la sociedad de masas y sobre ella hará sentir su influencia.

De lo anterior, por su talante de masas es la razón por la cual para la derecha política y sus pensadores, el concepto moderno de intelectual evoca decadencia y evitaron usarlo para sí.

En nuestros días el papel del intelectual ha desaparecido, con dificultad podríamos encontrar dentro de la prensa escrita y el mundo editorial quien pudiera cumplir con ese papel, ya que no solo se trata de criticar o lisonjear hasta la ignominia todo cuanto esté hecho, porque en esa medida han dejado de tener como interlocutor a la sociedad dentro del espacio público, signo característico del concepto del intelectual moderno, sino que además debe ser capaz de adelantar escenarios y posibles soluciones dentro de los confines de un horizonte compartido por todos.

En su lugar tenemos escritores y periodistas reaccionarios frustrados delirando con un Estado totalitario y agitadores progresistas paranoicos cuyo éxito estriba en pintar una imagen sombría de la sociedad; en ambos casos el problema radica en que están demasiado absortos en sí mismos en lugar de centrarse en las necesidades socioeconómicas de la gente.

Actualmente, la manía multicultural auspiciada por la intelectualidad progresista ha resultado contraproducente, ya que ha ido en detrimento de la idea de una ciudadanía común a todos los mexicanos; bajo la perspectiva del multiculturalismo arremeten en términos generales contra todo lo que se ha construido en este país sin distingo.

El revival de los movimientos contraculturales de los años 60 en curso en nuestro país con su romantizacion de lo autóctono y la pobreza por ser lo diferente ha tenido como consecuencia que el multiculturalismo se convirtiera en un fetiche para la izquierda intelectual.

Hoy los autonombrados intelectuales de izquierda piensan que tienen que enarbolar su propia bandera con el resultado de carecer de una plataforma común basada en valores universales, convirtiéndose en una especie de fenómeno yuppie.

No tendría nada de malo el multiculturalismo en tanto no se interpusiera en el camino de una política auténticamente de izquierda y que trascienda las estrecheces oportunistas de quemar incienso al gobierno en turno.

El lugar del intelectual debe estar en la mejora y fortaleza de las instituciones en lugar de solo señalar las cosas equivocadas del pasado, manteniendo la esperanza de poder influir con propuestas concretas y específicas en lugar de solo volcarse en acciones antisociales y de demolición institucional.

Los intelectuales progresistas de repente se volvieron demasiado ocupados con el género, la raza y la cultura, marginándose de los bastiones tradicionales del intelectual moderno como son los sindicatos y los movimientos obreros.

La intelectualidad de izquierda debería presentar propuestas para abordar problemas socioeconómicos en lugar de andar a la caza de puestos en el gobierno, debería involucrarse más y tomar postura respecto a las leyes laborales, sobre el colapso del sistema educativo pospandemia y no únicamente predicar un moralismo sin fin.

Finalmente, al igual que el país exige nuevas caras en la arena política, de igual forma requiere nuevas voces que sirvan de coordenadas para un mundo que muchas veces parece no tener pies ni cabeza.

Regeneración

anécdota de que al día siguiente del fallecimiento del filósofo francés Jean-Paul Sartre un periódico encabezó su portada con la pregunta, y ahora ¿a quién le preguntamos?, enfatizando con ello la importancia de la figura intelectual que había dominado la segunda mitad del siglo XX, y que, como tal, se había convertido en referencia obligada para dar respuesta y sentido en momentos de crisis a la sociedad.

La figura del intelectual tal y como hoy en día lo entendemos, tiene su origen en las postrimerías del siglo XIX, si bien antes hubo filósofos cuya obra ejerce influencia incluso hasta nuestros días, pero lo que los diferencia respecto a los intelectuales modernos radica en dos cosas, la primera es la toma de posición política, y la segunda es que, a diferencia de todos aquellos que ejercieron actividades intelectuales en la era de la ilustración, el intelectual moderno ya no tendrá como interlocutor a las élites y las Cortes, sino a la sociedad de masas y sobre ella hará sentir su influencia.

De lo anterior, por su talante de masas es la razón por la cual para la derecha política y sus pensadores, el concepto moderno de intelectual evoca decadencia y evitaron usarlo para sí.

En nuestros días el papel del intelectual ha desaparecido, con dificultad podríamos encontrar dentro de la prensa escrita y el mundo editorial quien pudiera cumplir con ese papel, ya que no solo se trata de criticar o lisonjear hasta la ignominia todo cuanto esté hecho, porque en esa medida han dejado de tener como interlocutor a la sociedad dentro del espacio público, signo característico del concepto del intelectual moderno, sino que además debe ser capaz de adelantar escenarios y posibles soluciones dentro de los confines de un horizonte compartido por todos.

En su lugar tenemos escritores y periodistas reaccionarios frustrados delirando con un Estado totalitario y agitadores progresistas paranoicos cuyo éxito estriba en pintar una imagen sombría de la sociedad; en ambos casos el problema radica en que están demasiado absortos en sí mismos en lugar de centrarse en las necesidades socioeconómicas de la gente.

Actualmente, la manía multicultural auspiciada por la intelectualidad progresista ha resultado contraproducente, ya que ha ido en detrimento de la idea de una ciudadanía común a todos los mexicanos; bajo la perspectiva del multiculturalismo arremeten en términos generales contra todo lo que se ha construido en este país sin distingo.

El revival de los movimientos contraculturales de los años 60 en curso en nuestro país con su romantizacion de lo autóctono y la pobreza por ser lo diferente ha tenido como consecuencia que el multiculturalismo se convirtiera en un fetiche para la izquierda intelectual.

Hoy los autonombrados intelectuales de izquierda piensan que tienen que enarbolar su propia bandera con el resultado de carecer de una plataforma común basada en valores universales, convirtiéndose en una especie de fenómeno yuppie.

No tendría nada de malo el multiculturalismo en tanto no se interpusiera en el camino de una política auténticamente de izquierda y que trascienda las estrecheces oportunistas de quemar incienso al gobierno en turno.

El lugar del intelectual debe estar en la mejora y fortaleza de las instituciones en lugar de solo señalar las cosas equivocadas del pasado, manteniendo la esperanza de poder influir con propuestas concretas y específicas en lugar de solo volcarse en acciones antisociales y de demolición institucional.

Los intelectuales progresistas de repente se volvieron demasiado ocupados con el género, la raza y la cultura, marginándose de los bastiones tradicionales del intelectual moderno como son los sindicatos y los movimientos obreros.

La intelectualidad de izquierda debería presentar propuestas para abordar problemas socioeconómicos en lugar de andar a la caza de puestos en el gobierno, debería involucrarse más y tomar postura respecto a las leyes laborales, sobre el colapso del sistema educativo pospandemia y no únicamente predicar un moralismo sin fin.

Finalmente, al igual que el país exige nuevas caras en la arena política, de igual forma requiere nuevas voces que sirvan de coordenadas para un mundo que muchas veces parece no tener pies ni cabeza.

Regeneración