/ miércoles 31 de enero de 2024

Autorretratos de hielo | Eneros de cumpleaños enlazados

Para los hijos del parque Méndez, estudiar con los jesuitas era todo un desafío. Se nos exigía un desdoblamiento del alma, dar saltos sociológicos (y también urbanos) en una misma jornada, estar en dos mundos que casi nunca se tocaban, salvo desde las ventanillas de la línea Universidad de los viejos autobuses azules, o a bordo de los bulliciosos coches de ruta bajando por la Tamaulipas antes de hacer la parada final en la calle Colón para luego retomar el camino contrario de sus recorridos.

Recuerdo, sobre todo, las canchas iluminadas del parque Méndez en el regreso a casa de todas las noches. Entonces crecía ese sentido de pertenencia a los amigos que, a causa de los horarios vespertinos del Instituto Cultural Tampico, seguirían jugando sin mí hasta el fin del ciclo escolar. Para decirlo pronto en estas líneas iniciales, me sentía un poco como el personaje de aquella televisión de nuestras adolescencias, “La leona de dos mundos” (también hubo película, aunque yo nunca la vi), basada en la novela de la naturalista austriaca Joy Adamson, “Nacida libre”.

El primer rostro mayor en la preparatoria fue la cabellera aborrascada (ando cervantino de adjetivos…, ya me rehago) de un profesor al que apodábamos Fibonacci. Así le decíamos, en honor de aquel matemático medieval nacido en Pisa: hablaba de él como de un tatarabuelo de números milagrosos, y, para lo que ocupa decir, en una tarde de pizarrones elocuentes nos hizo descubrir que en cualquier universo de por lo menos 60 individuos la probabilidad de que hubiese dos o más personas nacidas el mismo día era del 99,7%, es decir, entre nosotros eran casi seguros los cumpleaños fotocopiados. Y lo demostraba con variables, y las estadísticas no mentían, y los venidos al mundo entre las nuevas versiones de mi acta de nacimiento éramos cuatro. En consecuencia, ya podía sentirme acompañado en esa que sin duda fue mi primera experiencia de un exilio, pues, a pesar de alejarme de la suave patria de los amigos de la República del Méndez Park, en aquel colegio de jesuitas conocí a Margarita, gran lectora de García Márquez a los 14 años, nacida en un día de enero que siempre había sentido yo tan mío de mí, ¿cómo decirlo?, tan inaccesible para el resto del mundo.

Después supe de Emilio. Al comparar nuestros nacimientos, concluimos haber llegado al mundo casi a la misma hora en el antiguo hospital del IMSS, frente a la Plaza de la Libertad, e incluso nos entreteníamos imaginando a nuestras madres acompañándose durante los trabajos de parto. Por lo demás, la vida de Emilio exigía palabras distintas para ser explicada en la preparatoria: genio de los números de ojos borrados (ojos felinos, como los que abundan en Jalisco, o como los de Julio Cortázar para ser exactos), a los 17 años él ya era un mexicano profesional. Trabajaba en la refinería para sostener a su familia, y la admiración que le profesábamos era sincera, por su inteligencia inalcanzable y su juventud ejemplar. El tercero en discordia, Pepe, también descollaba en los estudios, y varias veces me invitó a su casa sobre la avenida Hidalgo para enseñarme los rudimentos del ajedrez y los gambitos más sensatos; rebuena gente Pepe, hace tantísimo que no sé de él, y qué más da, porque la memoria siempre dará manotazos certeros sobre la mesa del tiempo y de las distancias, ¿o me equivoco?

Desde entonces creo haber desarrollado la feliz manía de enlazar cumpleaños y de entretejer eneros. Gracias a la inveterada dualidad de mis ciudadanías (gracias a los exilios del parque Méndez en las aulas jesuitas, eso fue lo que quise decir aquí), al llegar a la isla de Montreal de forma instintiva fui creando un nuevo repertorio de aniversarios comunes. El primero de ellos fue el de Lucía, hija de padre armenio y de madre italiana, nacida en Egipto, políglota natural, entrañable, ¡nativa del mismo día que Margarita y Pepe y Emilio!, amiga a toda prueba que ceceaba como madrileña, también migrante, y además coordinadora de mil cursos en la universidad de mis estudios superiores.

Más tarde, en algún año sabático vivido en Budapest (perdón si esto suena pretencioso), conocí a la señora Viki. Bibliotecaria del Departamento de Filología Española en la Universidad ELTE, gracias a su acento de madre bilingüe aquel semestre se volvió amable, muy a pesar de las barreras idiomáticas que a veces me hacían sentir vulnerable entre los rostros de dicha casa de estudios. Por lo demás, entremedias de todos los años dichos hasta aquí, desde mi última adolescencia comencé a redactar también una pequeña lista de escritores que se pareciesen a las partidas de nacimiento de Margarita, Pepe y Emilio, y también de Lucía y de Viki. Encontré pronto a Blasco Ibáñez (1867-1928), y luego a Anton Chéjov (1860-1904), el de “El jardín de los cerezos”; en el otro extremo de los natalicios, aprendí a lamentar el duelo donde perdió la vida Alexander Pushkin (1799-1837) en un enero de signos cambiados: romántico de pura cepa, el autor de aquella novela en verso “Eugenio Oneguin” llevaba mucha razón al sospechar que “la belleza es el arma más mortífera del mundo”.

En fin, mejor concluir diciendo que todo este camino ha sido necesario para abrir la puerta de Benedicta, la enfermera indonesia en la clínica de las pruebas de sangre. Benny, le dicen sus colegas. Entre agujas y pinchazos supe un poco de su historia, de su nacimiento en mi cumpleaños allá en Yakarta, de su niñez desarraigada, primero en Alemania, después en Brasil, y a Montreal llegó cargada de lenguas y de ciudades y de confusiones. Tenía 9 años de edad, pero ya, ya empezará febrero para dar más detalles de la última vez que me supe protegido entre los festejos enlazados de Margarita, Emilio, Pepe, Lucía, Viki, Blasco Ibáñez, Chéjov (y también Pushkin) al salir del hospital pensando en la historia de Benedicta

Para los hijos del parque Méndez, estudiar con los jesuitas era todo un desafío. Se nos exigía un desdoblamiento del alma, dar saltos sociológicos (y también urbanos) en una misma jornada, estar en dos mundos que casi nunca se tocaban, salvo desde las ventanillas de la línea Universidad de los viejos autobuses azules, o a bordo de los bulliciosos coches de ruta bajando por la Tamaulipas antes de hacer la parada final en la calle Colón para luego retomar el camino contrario de sus recorridos.

Recuerdo, sobre todo, las canchas iluminadas del parque Méndez en el regreso a casa de todas las noches. Entonces crecía ese sentido de pertenencia a los amigos que, a causa de los horarios vespertinos del Instituto Cultural Tampico, seguirían jugando sin mí hasta el fin del ciclo escolar. Para decirlo pronto en estas líneas iniciales, me sentía un poco como el personaje de aquella televisión de nuestras adolescencias, “La leona de dos mundos” (también hubo película, aunque yo nunca la vi), basada en la novela de la naturalista austriaca Joy Adamson, “Nacida libre”.

El primer rostro mayor en la preparatoria fue la cabellera aborrascada (ando cervantino de adjetivos…, ya me rehago) de un profesor al que apodábamos Fibonacci. Así le decíamos, en honor de aquel matemático medieval nacido en Pisa: hablaba de él como de un tatarabuelo de números milagrosos, y, para lo que ocupa decir, en una tarde de pizarrones elocuentes nos hizo descubrir que en cualquier universo de por lo menos 60 individuos la probabilidad de que hubiese dos o más personas nacidas el mismo día era del 99,7%, es decir, entre nosotros eran casi seguros los cumpleaños fotocopiados. Y lo demostraba con variables, y las estadísticas no mentían, y los venidos al mundo entre las nuevas versiones de mi acta de nacimiento éramos cuatro. En consecuencia, ya podía sentirme acompañado en esa que sin duda fue mi primera experiencia de un exilio, pues, a pesar de alejarme de la suave patria de los amigos de la República del Méndez Park, en aquel colegio de jesuitas conocí a Margarita, gran lectora de García Márquez a los 14 años, nacida en un día de enero que siempre había sentido yo tan mío de mí, ¿cómo decirlo?, tan inaccesible para el resto del mundo.

Después supe de Emilio. Al comparar nuestros nacimientos, concluimos haber llegado al mundo casi a la misma hora en el antiguo hospital del IMSS, frente a la Plaza de la Libertad, e incluso nos entreteníamos imaginando a nuestras madres acompañándose durante los trabajos de parto. Por lo demás, la vida de Emilio exigía palabras distintas para ser explicada en la preparatoria: genio de los números de ojos borrados (ojos felinos, como los que abundan en Jalisco, o como los de Julio Cortázar para ser exactos), a los 17 años él ya era un mexicano profesional. Trabajaba en la refinería para sostener a su familia, y la admiración que le profesábamos era sincera, por su inteligencia inalcanzable y su juventud ejemplar. El tercero en discordia, Pepe, también descollaba en los estudios, y varias veces me invitó a su casa sobre la avenida Hidalgo para enseñarme los rudimentos del ajedrez y los gambitos más sensatos; rebuena gente Pepe, hace tantísimo que no sé de él, y qué más da, porque la memoria siempre dará manotazos certeros sobre la mesa del tiempo y de las distancias, ¿o me equivoco?

Desde entonces creo haber desarrollado la feliz manía de enlazar cumpleaños y de entretejer eneros. Gracias a la inveterada dualidad de mis ciudadanías (gracias a los exilios del parque Méndez en las aulas jesuitas, eso fue lo que quise decir aquí), al llegar a la isla de Montreal de forma instintiva fui creando un nuevo repertorio de aniversarios comunes. El primero de ellos fue el de Lucía, hija de padre armenio y de madre italiana, nacida en Egipto, políglota natural, entrañable, ¡nativa del mismo día que Margarita y Pepe y Emilio!, amiga a toda prueba que ceceaba como madrileña, también migrante, y además coordinadora de mil cursos en la universidad de mis estudios superiores.

Más tarde, en algún año sabático vivido en Budapest (perdón si esto suena pretencioso), conocí a la señora Viki. Bibliotecaria del Departamento de Filología Española en la Universidad ELTE, gracias a su acento de madre bilingüe aquel semestre se volvió amable, muy a pesar de las barreras idiomáticas que a veces me hacían sentir vulnerable entre los rostros de dicha casa de estudios. Por lo demás, entremedias de todos los años dichos hasta aquí, desde mi última adolescencia comencé a redactar también una pequeña lista de escritores que se pareciesen a las partidas de nacimiento de Margarita, Pepe y Emilio, y también de Lucía y de Viki. Encontré pronto a Blasco Ibáñez (1867-1928), y luego a Anton Chéjov (1860-1904), el de “El jardín de los cerezos”; en el otro extremo de los natalicios, aprendí a lamentar el duelo donde perdió la vida Alexander Pushkin (1799-1837) en un enero de signos cambiados: romántico de pura cepa, el autor de aquella novela en verso “Eugenio Oneguin” llevaba mucha razón al sospechar que “la belleza es el arma más mortífera del mundo”.

En fin, mejor concluir diciendo que todo este camino ha sido necesario para abrir la puerta de Benedicta, la enfermera indonesia en la clínica de las pruebas de sangre. Benny, le dicen sus colegas. Entre agujas y pinchazos supe un poco de su historia, de su nacimiento en mi cumpleaños allá en Yakarta, de su niñez desarraigada, primero en Alemania, después en Brasil, y a Montreal llegó cargada de lenguas y de ciudades y de confusiones. Tenía 9 años de edad, pero ya, ya empezará febrero para dar más detalles de la última vez que me supe protegido entre los festejos enlazados de Margarita, Emilio, Pepe, Lucía, Viki, Blasco Ibáñez, Chéjov (y también Pushkin) al salir del hospital pensando en la historia de Benedicta