/ miércoles 24 de enero de 2024

Autorretratos de hielo / Llamadas del Ecuador

En el renglón de las mentiras provechosas, los migrantes salimos perdiendo…, acaso para salir ganando. Y antes de regresar a la primera frase del día para recortar los flecos de sus pretendidas eficacias, entra el timbrazo de Manolo desde el centro del mundo, quise decir, desde Quito, allá donde la gente desayuna bolones de verde, almuerza llapingachos, merienda empanadas de viento, y, lo sabemos, la realidad del Ecuador exige hoy repensar los calendarios de la Esperanza (escrita con mayúscula, como hace Umberto Eco, al tratarse de una palabra muy larga).

Los hijos del destierro transhispánico en la isla de Montreal vivimos así, celebrando las noticias de los amigos en cualquier rincón de la lengua castellana… Tal es el caso de Manolo interrumpiendo con sus saludos el tema de la semana, a saber, los interrogatorios vividos por el solicitante de asilo en el Polo Norte (olvidaba los deliciosos locros de papa, cerquitas de Guayllabamba). La vida en el Ecuador se descompuso, me informa, aunque la situación es menos dura de lo que parece; sin embargo, la nueva identidad ciudadana ya es la prudencia y la precaución, las calles de Quito se viven con ojo avizor, lo mismo los supermercados, y ha entrado un nuevo gobierno, y gracias a él aprendí a nunca perder un amigo por cuestiones políticas. Sea como sea, y ya casi finalizado el segundo párrafo de la jornada, qué grande es Manolo, sentiré que aún hay tiempo para rescatar la idea original: la forma en que los hijos extraviados de la calle Colón vivimos las anécdotas de otros refugiados en la ciudad nórdica.

Entro, pues, en materia… Primero que nada, los testimonios del desarraigado se inscriben en la más antigua de nuestras conquistas: el derecho a ser contados, esto es, saber que nuestras historias llegarán a los oídos de alguien que nos repetirá y que acaso nos perpetuará con sus propias palabras. Allí, en el interior de dicha cadena de testimonios a trasmano (en esta sucesión de rumores, eso fue lo que quise decir), están todas las ocasiones en que alguien nos ha confiado su experiencia de persecuciones religiosas en Irán, o cuando reconocemos a sirios y ucranianos en los autobuses, o en el rostro de la vecina congolesa que varias veces me ha narrado ya su viacrucis de nieve camino a la frontera canadiense, y amén de las sagas colombianas que transitan por el invierno boreal con sus acentos de Plaza de Armas. Y al día siguiente, justo cuando la idea volvía a cobrar forma en estos renglones, entró la llamada de Washo desde Gálapagos, así lo apocopamos, se llama Washington, y dichosos los ojos que destapan sus oídos para saludar al gran Washito, hombre que nunca olvida a sus amigos del otro lado del mundo.

Jamás me atreví a probar el cuy asado, orgullo de la cocina ecuatoriana, por cierto…, y ya, ya vuelvo al tema. Resulta, pues, muy difícil hablar de los procesos del refugio en Canadá, ilustrar los interrogatorios frente a oficiales de uniformes altisonantes o describir las audiencias ante jueces y comisarios de dar miedo. Uno siente que se juega la vida, y, según he escuchado decir, de la mente no pueden borrarse palabras como “deportación”, “condena” o “desamparo”. Lo sabemos: el migrante es portador de verdades distintas, y en la extrema necesidad de que la realidad se corresponda a sus anhelos, el solicitante aprenderá a exagerar sus afirmaciones en busca de protección en sociedades cada vez más reacias a otorgarla. Como si su pasaporte de diez mil sueños acumulados no bastase, o como si su mirar de llantos inminentes no fuera evidencia suficiente, tales entrevistas terminan convertidas en monólogos del prejuicio o en soliloquios de la discriminación, lo cual no sólo equivale a ignorar que todos somos hijos de alguna expulsión, sino, por triste añadidura, también significa olvidar que cualquier persona tiene derecho a pedir asilo en otro país, y a disfrutar de él, según lo establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Al salir de los tribunales de migración, se aprenden tantas cosas, sobre todo a inventar verdades indispensables… Al decirlo así, de inmediato regreso al desafío de no saber explicarlo como Dios manda; por lo tanto, permítaseme volver a Santa Cruz, a Puerto Ayora, a las islas Galápagos donde Washito convalece de una operación, hernia inguinal, y donde su voz a carcajadas me habla de los 25 grados de temperatura en aquella ciudad que, comparada con el clima bajo cero en la isla de Montreal, parece una broma pesada de su parte. Por cierto, el plato típico del archipiélago es el ceviche de canchalagua, molusco endémico de por allá, no lo recuerdo bien, y, bueno, doy paso al último párrafo donde de nuevo intentaré reseñar los juzgados donde se le otorga (o donde casi siempre se le niega) al peticionario su estatus de refugiado.

Al agravar el torbellino de sus peregrinajes, el solicitante se transforma en traductor insólito de su propio drama. Porque sabe del miedo y la desconfianza con que se le mira, representa una realidad que exige ser entendida, creída y aceptada en sus propios términos, sin salir nunca de sus testimonios y sin apelar jamás a viejas jurisprudencias. Diríase que cada solicitante mueve muchos principios de su lugar, tanto morales como jurídicos, y ni qué decir de los filosóficos, y por eso nunca sentirá escrúpulos para asumirse un poco ficticio, ¿cómo decirlo?, para saberse tan contundente como las verdades poéticas y tan necesario como las tierras prometidas. Y porque en cualquier reflexión sobre ello irrumpirá siempre la memoria inconexa de los viejos amigos, de Manolo sobre todo, también del Washito, sin pretenderlo ambos me ayudarán a distraer el dilema de no saber decir, en la última frase del día, que cada migrante inventa su propio lenguaje para que el mundo vuelva, alguna vez, a ser un lugar de fronteras más amables (o, siquiera, para que nadie tenga que irse de casa nunca más).

Uno siente que se juega la vida, y, según he escuchado decir, de la mente no pueden borrarse palabras como “deportación”, “condena” o “desamparo”

En el renglón de las mentiras provechosas, los migrantes salimos perdiendo…, acaso para salir ganando. Y antes de regresar a la primera frase del día para recortar los flecos de sus pretendidas eficacias, entra el timbrazo de Manolo desde el centro del mundo, quise decir, desde Quito, allá donde la gente desayuna bolones de verde, almuerza llapingachos, merienda empanadas de viento, y, lo sabemos, la realidad del Ecuador exige hoy repensar los calendarios de la Esperanza (escrita con mayúscula, como hace Umberto Eco, al tratarse de una palabra muy larga).

Los hijos del destierro transhispánico en la isla de Montreal vivimos así, celebrando las noticias de los amigos en cualquier rincón de la lengua castellana… Tal es el caso de Manolo interrumpiendo con sus saludos el tema de la semana, a saber, los interrogatorios vividos por el solicitante de asilo en el Polo Norte (olvidaba los deliciosos locros de papa, cerquitas de Guayllabamba). La vida en el Ecuador se descompuso, me informa, aunque la situación es menos dura de lo que parece; sin embargo, la nueva identidad ciudadana ya es la prudencia y la precaución, las calles de Quito se viven con ojo avizor, lo mismo los supermercados, y ha entrado un nuevo gobierno, y gracias a él aprendí a nunca perder un amigo por cuestiones políticas. Sea como sea, y ya casi finalizado el segundo párrafo de la jornada, qué grande es Manolo, sentiré que aún hay tiempo para rescatar la idea original: la forma en que los hijos extraviados de la calle Colón vivimos las anécdotas de otros refugiados en la ciudad nórdica.

Entro, pues, en materia… Primero que nada, los testimonios del desarraigado se inscriben en la más antigua de nuestras conquistas: el derecho a ser contados, esto es, saber que nuestras historias llegarán a los oídos de alguien que nos repetirá y que acaso nos perpetuará con sus propias palabras. Allí, en el interior de dicha cadena de testimonios a trasmano (en esta sucesión de rumores, eso fue lo que quise decir), están todas las ocasiones en que alguien nos ha confiado su experiencia de persecuciones religiosas en Irán, o cuando reconocemos a sirios y ucranianos en los autobuses, o en el rostro de la vecina congolesa que varias veces me ha narrado ya su viacrucis de nieve camino a la frontera canadiense, y amén de las sagas colombianas que transitan por el invierno boreal con sus acentos de Plaza de Armas. Y al día siguiente, justo cuando la idea volvía a cobrar forma en estos renglones, entró la llamada de Washo desde Gálapagos, así lo apocopamos, se llama Washington, y dichosos los ojos que destapan sus oídos para saludar al gran Washito, hombre que nunca olvida a sus amigos del otro lado del mundo.

Jamás me atreví a probar el cuy asado, orgullo de la cocina ecuatoriana, por cierto…, y ya, ya vuelvo al tema. Resulta, pues, muy difícil hablar de los procesos del refugio en Canadá, ilustrar los interrogatorios frente a oficiales de uniformes altisonantes o describir las audiencias ante jueces y comisarios de dar miedo. Uno siente que se juega la vida, y, según he escuchado decir, de la mente no pueden borrarse palabras como “deportación”, “condena” o “desamparo”. Lo sabemos: el migrante es portador de verdades distintas, y en la extrema necesidad de que la realidad se corresponda a sus anhelos, el solicitante aprenderá a exagerar sus afirmaciones en busca de protección en sociedades cada vez más reacias a otorgarla. Como si su pasaporte de diez mil sueños acumulados no bastase, o como si su mirar de llantos inminentes no fuera evidencia suficiente, tales entrevistas terminan convertidas en monólogos del prejuicio o en soliloquios de la discriminación, lo cual no sólo equivale a ignorar que todos somos hijos de alguna expulsión, sino, por triste añadidura, también significa olvidar que cualquier persona tiene derecho a pedir asilo en otro país, y a disfrutar de él, según lo establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Al salir de los tribunales de migración, se aprenden tantas cosas, sobre todo a inventar verdades indispensables… Al decirlo así, de inmediato regreso al desafío de no saber explicarlo como Dios manda; por lo tanto, permítaseme volver a Santa Cruz, a Puerto Ayora, a las islas Galápagos donde Washito convalece de una operación, hernia inguinal, y donde su voz a carcajadas me habla de los 25 grados de temperatura en aquella ciudad que, comparada con el clima bajo cero en la isla de Montreal, parece una broma pesada de su parte. Por cierto, el plato típico del archipiélago es el ceviche de canchalagua, molusco endémico de por allá, no lo recuerdo bien, y, bueno, doy paso al último párrafo donde de nuevo intentaré reseñar los juzgados donde se le otorga (o donde casi siempre se le niega) al peticionario su estatus de refugiado.

Al agravar el torbellino de sus peregrinajes, el solicitante se transforma en traductor insólito de su propio drama. Porque sabe del miedo y la desconfianza con que se le mira, representa una realidad que exige ser entendida, creída y aceptada en sus propios términos, sin salir nunca de sus testimonios y sin apelar jamás a viejas jurisprudencias. Diríase que cada solicitante mueve muchos principios de su lugar, tanto morales como jurídicos, y ni qué decir de los filosóficos, y por eso nunca sentirá escrúpulos para asumirse un poco ficticio, ¿cómo decirlo?, para saberse tan contundente como las verdades poéticas y tan necesario como las tierras prometidas. Y porque en cualquier reflexión sobre ello irrumpirá siempre la memoria inconexa de los viejos amigos, de Manolo sobre todo, también del Washito, sin pretenderlo ambos me ayudarán a distraer el dilema de no saber decir, en la última frase del día, que cada migrante inventa su propio lenguaje para que el mundo vuelva, alguna vez, a ser un lugar de fronteras más amables (o, siquiera, para que nadie tenga que irse de casa nunca más).

Uno siente que se juega la vida, y, según he escuchado decir, de la mente no pueden borrarse palabras como “deportación”, “condena” o “desamparo”